Una decisión con implicancias
Por Miguel Carrillo
Bascary
1821 – 24 de julio. En
la concepción de un noble limeño, descendiente de florido linaje, blasonado por
gracia del Rey, conocer el bando que emitió el entonces Capitán General y Jefe
del Ejército Libertador del Perú, Don José
de San Martín, repercutió como una blasfemia contra uno de los principios básicos
de los hombres de armas juramentados en los reales ejércitos acantonados en el Perú.
Ese hombre llegado de lejos, prohibía
lucir con orgullo la roja escarapela real.
El 12 de julio del año 1821
San Martín ingresó a la Ciudad de los Reyes.
Tres días más tarde, la parte más principal de sus vecinos, trescientos de
ellos, se reunieron en cabildo y firmaron el “Acta de Independencia del Perú”. Eran
horas decisivas. Todo movimiento podía deparar consecuencias desastrosas, para
ambos lados.
En el ajedrez del poder San Martín jugaba con las blancas, La Serna
esperaba su tiempo. Conocedor del valor de los símbolos en la psicología de un
pueblo, el 17 de julio San Martín mandó quitar los escudos realistas habidos
en los frontis de los edificios públicos. Como demostración de que hacía la
guerra a la Corona y no a los hispanos, permitió que las residencias mantuvieran los blasones de sus
propietarios.
A los ojos del siglo XXI esta
decisión de San Martín, emprendida contra inertes símbolos reales, parece sin
mayor causa ni efecto. Sin embargo, las
implicancias eran claras para aquellas gentes habituadas a la gestualidad
manifestada en este tipo de elementos.
San Martín actuó con
prudencia, sustentó su accionar en actos previos, cuidadosamente calculados y
dispuestos en forma oportuna. Entre ellos destaca el decreto del 8 de septiembre de 1820, emitido en Pisco. Consta en su
primer artículo “En todos los puntos que
ocupe el ejército libertador del Perú o estén bajo su inmediata protección, han
fenecido de hecho las autoridades puestas por el gobierno español”.
Símbolos de esas
potestades eran los blasones, queda plasmado así que el bando del día 17
planteaba una natural continuidad
con el decreto de Pisco. De esta manera San Martín demostraba a propios y
extraños que la evolución de los hechos era prudente, pero firme, a manera de
una hilada de piedras sobre otra, formando una sólida muralla. Esto se
manifestó también en otras muchas dimensiones.
Aun despojados los
dinteles y arcadas, todavía subsistían otros
emblemas realistas que proclamaban a viva voz la lealtad al Rey y la
decisión de sostenerla con las armas. Eran
las escarapelas o cucardas, como
habitualmente se las llamaba, que los ejércitos de entonces usaban como vínculo
entre el portador y su monarca[1].
Los vistosos y variables uniformes de los siglos XVIII y XIX demandaba signos
para el reconocimiento de propios y extraños, estos eran las escarapelas.
El Imperio Español se identificaba con las rojas, como, así lo evidenciaron las que portó la “Legión Patricia”
de Bs. Aires durante las Invasiones Inglesas. Una imagen patente en la memoria
colectiva de los niños argentinos.
Cada una de esas pequeñas escarapelas, puestas en los
sombreros[2],
implicaba un desafío a quienes
sostenía los ideales americanos. De hecho, eran un anticipo de conflicto en un
medio social decidido a todo, por ambas partes, como se dijo. En la visión de
San Martín resultaba patente que un hispano munido de su escarapela podía
generar el insulto de algún patriota y la previsible respuesta del portador, de
lo que podía derivarse una pelea
callejera con geométrica expansión que complicara la causa independentista.
Fue así que San Martín
resolvió agregar una tercera decisión jurídica, a la secuencia de las citadas previamente.
Esto se tradujo en el bando del 24 de
julio de 1821 que fechó en Lima:
“Por cuanto en el estado de guerra en
que desgraciadamente se halla todavía el país con la nación española, no es conciliable con el orden el que se
presenten en las calles publicas oficiales del ejército real con sus
escarapelas a e insignias españolas, por tanto prohíbo a dichos oficiales [que] usen las referidas distinciones[3];
y todo aquel a quien desde la fecha en tres días se le probare haber
contravenido a la presente orden, será conducido inmediatamente a un depósito
de prisioneros, a excepción de los señores diputados, del presidente de la
Junta de Pacificación, y los adictos y dependientes a la Comisión pacificadora,
los cuales pueden libremente llevar sus uniformes, escarapelas e insignias
españolas ínterin dure la negociación de la paz. El segundo comandante general
de armas dará las ordenes convenientes a la plaza para que sus ayudantes y demás
oficiales de la misma cuiden y vigilen del cumplimiento de lo mandado, a cuyo
fin se publica y circula.”
Interesa remarcar la prudencia que emanan de quien sería el protector del Perú. Respetuoso
de la libertad con que los negociadores debían contar, los excluía de la prohibición
comunicada, hasta que los acontecimientos se precipitaran en el marco de las
conversaciones en curso.
Desde lo simbólico, los nuevos vientos que traían a la Libertad
comenzaban a soplar en Lima, aquellos que ya habían hecho flamear la enseña de
la nueva nación, en el balcón de Huaura, el 27 de noviembre de 1820. Poco
antes, por decreto del 21 de octubre de
1820, las manos del Libertador habían sostenido esa primera bandera, afirmando
que:
“Por cuanto es incompatible con la
independencia del Perú la conservación de los símbolos que recuerdan el
dilatado tiempo de su opresión. Por tanto, he venido en decretar y decreto lo
siguiente:
1. Se adoptará por bandera nacional del país[4] una seda
o lienzo de ocho pies de largo y seis de ancho, dividida por líneas diagonales
en cuatro campos, blancos los dos de los extremos superior e inferior, y
encarnados los laterales, con una corona de laurel ovalada y dentro de ella un
sol, saliendo por detrás de las sierras escarpadas que se elevan sobre un mar
tranquilo.
2. El escudo puede ser pintado, o
bordado, pero conservando cada objeto sus colores: a saber, las coronas de
laurel ha de ser verde y atada en su parte inferior con una cinta de color de
oro, azul la parte superior que representa el firmamento, amarillo el sol y sus
rayos, las montañas de un color pardo oscuro, y el mar entre azul y verde.
3. Todos los habitantes de las
Provincias del Perú que están bajo la protección del Ejército Libertador usarán
como escarapela nacional[5], una
bicolor de blanco y encarnado: el primero en la parte inferior y el segundo en
la superior.
4. Lo dispuesto en los dos artículos
anteriores sólo tendrá fuerza y vigor, hasta que se establezca en el Perú un
Gobierno General por la voluntad libre de sus habitantes”.
En pocos días más, el 28 de julio de 1821, San Martín sostendría otro vexilo, un pendón rojo y blanco, con el Sol en su centro y en la plaza Mayor de Lima colmada, proclamaría la libertad del Perú, anticipando la definitiva desaparición de los pendones reales y las rojas escarapelas en las tierras de América.
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