Jujuy, abanderada de la Patria
Por Miguel
Carrillo Bascary
Cuando se produjo la Revolución
de Mayo ninguna región perdió más que Jujuy. Era entonces punto central del
comercio en ella confluían las rutas de las carretas y la mercadería, desde el
puerto de Bs. Aires, potenciadas por las producciones de Córdoba y de Salta del
Tucumán, para cargarse en arrias de mulas y subir por la Quebrada de Humahuaca
hasta el riquísimo Potosí. Por ella venia la plata que sostenía un imperio en extinción.
En 1810 Jujuy quedó
aislada, cortadas las venas del comercio, reducida a una economía de subsistencia
y, encima, comprometida por la guerra que asoló como marea de fuego hasta sus
más remotos rincones. No hay acuerdo, algunos historiadores citan nueve
invasiones realistas, otros dicen que fueron 12; más de 200 combates se dieron
en su suelo.
Cada campaña arrasó las
escasas cosechas, con todo mular, equino y vacuno. Azadas y horquillas de labor
se transformaron en metralla, los tejidos en uniformes, hasta las campanas de
las iglesias y los animales domésticos fueron consumidor. Muchos jóvenes que, a
la fuerza, enrolaban a la fuerza en las filas realistas.
No solo eso, las
necesidades de los ejércitos patrios, prácticamente carentes de logística y el afán
patriótico de aportar lo que ya Jujuy no tenía lo precipitaron en la miseria. La
desolación se apoderó de las sementeras, los corrales quedaron vacíos, las
huertas y quintas abandonadas.
Este enorme esfuerzo de
guerra fue generosamente compartido por los pueblos de Tucumán, Salta,
Catamarca, La Rioja, Santiago, Tarija, y el resto del Alto Perú que estuviera
libre del dominio realista. Vaya un reconocimiento expreso. Claro está que siempre
se sufre más cuando menos va quedando y esto pasó a Jujuy, de un próspero pasar
quedó lánguido de entregas.
La guerra desgarró a las
familias vinculadas por generaciones con aquellos que quedaron por arriba de La
Quebrada, algunas jamás volverían a reunirse. Otras se quebraron, algunos
decidieron ser libres y soberanos, formar la identidad americana, mientras que
algunos consideraron mantener el juramento empeñado a un rey lejano.
Existe una fecha que
simboliza todo esto y mucho, mucho más, es el 23 de agosto de 1812. Un día que los
argentinos del siglo XXI deberíamos tomar como ejemplo de sacrificio para protagonizar
la porción de la historia que nos toca.
Fue entonces que el último
jujeño abandonó Jujuy, una dura decisión que les requirió Belgrano para dificultar
el avance enemigo. Justamente él fue quien cerró la marcha, cuando el polvo del
ejercito realista rayaba en el horizonte.
Pensemos nada más. ¿Qué diríamos
los argentinos siglo XXI si se nos pidiera lo mismo que Belgrano requirió a
Jujuy? ¿Cómo hubiéramos reaccionado?
Nunca conoceremos los sentimientos
ni los padecerles de aquellos. Todo lo que imaginemos será poco, mezquino.
Salieron a la noche, al frío, a la soledad y a lo desconocido, escapando a la
muerte en manos de una soldadesca desencadenada.
Sabemos cómo terminó aquella
historia sin esperanza, pero vivificada por el patriotismo y la sed de libertad. Conocemos también el milagroso triunfo en Tucumán, de la revancha de Salta y del regreso
a una Jujuy, liberada ya por el victorioso ejército de la Patria. A su frente
flameaba la bandera blanca y celeste que le diera el general Belgrano vencida la
censura que impuesta por el gobierno porteño.
Llegaría así el 25 de mayo
de 1813, cuando Jujuy debía celebrar la formación del primer gobierno patrio. El
día en que su fortuna se evaporó, pero, también, la fecha en que nació el orgullo
de ser libres y soberanos. Fue entonces que el sensible espíritu del enorme
estadista que fue Belgrano concibió testimoniar a los jujeños su reconocimiento
personal y la gratitud de la Patria. No los premió con oro, sino con un simple
lienzo, blanco inmaculado, con los emblemas de la libertad cívica pintados apuradamente
en su centro.
Esta misma enseña. La Bandera Nacional de la Libertad Civil. El símbolo patrio histórico de todos los argentinos. La única que nos queda de las que tuvo en sus manos el general-abogado. Es el emblema de nuestros derechos básicos. Todavía persiste, guardado amorosamente por los jujeños, descendientes de aquellos que hicieron el Éxodo y, por, sobre todo, ¡como ejemplo!
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