La
carroza de San
Francisco de Asís
Por Miguel Carrillo Bascary
Nuestro amigo “Miguel Tucumanense” da a conocer en su siempre interesante Facebook,
un antiguo lienzo enmarcado, que se
encuentra en el Convento de Santo Domingo, en Tucumán, cuya desocupación
anunció recientemente la Orden Seráfica en respuesta a los escases de
vocaciones y como una forma de reordenar sus recursos en orden a su vocación misionera.
Por su contexto podría datar de finales del siglo XIX y, en principio no
tendría mayor valor pictórico.
Sin embargo. en su modestia y simplicidad la imagen me llamó la
atención, lo que justifica su análisis. Este tipo de láminas tenía propósitos netamente didácticos, por lo que nos han quedado como evidencia de otros tiempos en la comunicación de conceptos abstractos.
La pieza repite un tema tradicional en
la iconografía franciscana, que
intentaré reseñar:
La figura central
es el mismísimo San Francisco de Asís,
que fundó la Orden Franciscana, conjunto de comunidades religiosas cuya primera
expresión fueron los Frailes Menores, establecidos en 1209. Comparte el protagonismo con la Virgen María, a la que me referiré luego.
Precisamente, el Santo va revestido del hábito marrón que
caracteriza a esta rama de la Orden, quien se desplaza en la posición del conductor de la
carroza que lo contiene. Según la regla, lleva su cabello tonsurado, evidenciando
su consagración a los votos de obediencia, pobreza y castidad. En su mano
derecha, resaltando la preeminencia de este lugar de protocolo, lleva una bandera blanca con el emblema de la Orden. Esta
carga sobre su paño blanco, dos brazos cruzados, uno está revestido, el de Francisco,
y el otro desnudo, como el que presentó Cristo en la Cruz. Este último muestra
la llaga del clavo, mientras que, en el primero, destaca el estigma que recibió
el Seráfico durante su vida. Significativamente falta la Cruz, que
tradicionalmente suele componer la tríada.
No es una bandera cuadrangular, sino que tiene forma de triángulo, según las que habitualmente empleaban los señores feudales para identificarse con sus huestes. En consecuencia no se trata de un vexilo institucional, sino de un verdadero estandarte de guerra.
Más atrás, en la posición de honor en un vehículo de
tracción a sangre, se encuentra la Virgen
María en su advocación de la Inmaculada Concepción, caracterizada por la
Luna a sus pies. Viste los tradicionales colores marianos, túnica blanca y manto
celeste. Se presenta con sus manos unidas, orantes ¿en
impetración a su Divino Hijo por el éxito de la obra franciscana? Por detrás de
la figura se observa una nube, elemento que la resalta en la composición y que remite
a la nube con que Dios fue percibido
por los israelitas durante el Éxodo; motivo que también aparece en otros
momentos de la Historia Sagrada. El detalle que la superior jerarquía de María
a despecho de su menor tamaño y la ubicación en el plano, se revela en la
posición girada de la cabeza del Santo que mira amorosamente a nuestra Madre común.
Con relación a la Virgen, pareciera haber una contradicción entre la centralidad del
Santo en el cuadro, pero entiendo que este es un recurso que el artista eligió
para destacar que el protagonismo en la lámina, que se desplaza a la persona de
mayor trascendencia, es decir, la Virgen María.
La carroza,
blanca en metáfora de la pureza de la acción de la Orden, es arrastrada por los
tres animales simbólicos de los
Evangelistas: Juan (el águila), Marcos (el león) y Mateo (el buey). Los
sobrevuela un ángel con una trompeta,
anunciando el mensaje evangélico.
La composición posee un gran dinamismo, ya que parece
marchar a impulso de estos tres seres vivientes, mientras aplasta con sus
ruedas al dragón de siete cabezas
con que el Apocalipsis de San Juan alude al demonio. Con su tren trasero
arrolla dos figuras humanas, casi
confundidas entre sí; ambas aferran sendos
libros; representando a los escribas y fariseos, enemigos históricos de las
enseñanzas de Cristo, cuya cortedad de miras los esclavizaban al texto del
Antiguo Testamento.
Completa el conjunto un querubín, que sostiene en sus manos una palma (símbolo multivalente que en principio podemos decir que
remite al mérito en el desempeño de la misión y también al martirio) y una vara de lirios (emblema de la pureza, con que la misma debe
cumplirse), su manto es rojo, imagen
de la sangre del martirio de los muchos hijos de Francisco que dieron este
supremo testimonio de amor por Cristo.
Los elementos descriptos sobrevuelan un vago paisaje terrestre, como si se
encontraran en una dimensión dual, entre
el Cielo y el Mundo, como ocurre con la vida humana en la Historia
Universal.
La reproducción lamentablemente no es buena y se nos
presenta algo desenfocada; lo que es una lástima.
Antigua
Moderna
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