Para grandes y chicos
Por Miguel Carrillo
Bascary
Entre la infinita multitud
de objetos que se colocan en el Árbol de Navidad destacan pequeños juguetes y dulces. Todos cuelgan del verde follaje en un
desorden que solo los resaltan.
Por dictado de la tradición destacan: soldados de rígidas
presencias, con uniformes arcaicos de brillante colorido y altos morriones; pequeñas
casitas, caballos hamacas, muñecos de
nieve, bueyes, venados y otros animales; autitos, trenes y barquitos; muñecas y
cacerolas para las niñas; enanos, duendes y títeres; sin olvidar a Santa Claus, sus renos y trineo. Además: flores, campanillas, manzanas, caramelos, chupetines, chocolates,
galletas de jengibre y de las otras, bastones de azúcar, huevos de chocolate, bolsas
o paquetitos conteniendo confites, sin mengua de muchos más.
También se ven ángeles, como heraldos que anuncian la llegada el Divino Niño.
Muchos objetos se fijan con
brillantes cintas y moños que los realzan. La mayoría quedan bien vivibles, como
invitando a tomarlos con la mano,
otros se esconden entre las hojas, demandando mayor atención a los ojos
interesados. Sus ricos colores contrastan sobre el sobrio verdor.
En el inconsciente colectivo esos elementos
materializan el deseo de atraer los bienes representados para gozarlos en el nuevo año. Ya lo hacía el hombre primitivo cuando dibujaba
piezas de caza en las cavernas primordiales.
Ahí conviven con guirnaldas y velas, con estrellas y cometas, junto a
esos globos de colores brillantes
que recuerdan a las frutas estivales, ausentes en las navidades invernales,
pero presentes en su forma idealizada. Son una promesa de que, cumplido el
ciclo estacional, volverán a brotar en los árboles.
El significado que mayormente se les atribuye es que son los dones que Dios nos da a cada momento, especialmente al llegar la
Navidad.
La costumbre de colocar juguetes parece haberse originado en la Europa central y
Escandinavia, donde las hábiles manos de los mayores los elaboraban entreteniendo
las horas de reposo a la luz del candil, mientras los pequeños dormían. De
astillas de los troncos que alimentaban el fuego, surgían los presentes. En
origen se coloreaban con pigmentos naturales o se vestían, utilizando retazos
de telas de colores, según fuera el caso.
Por su parte, las madres,
abuelas y tías, se centraban en preparar
dulces, pastelitos y galletas con formas imaginativas, decoradas con azúcar,
miel o chocolate, para hacerlas más atractivas. En esta línea surgió el “hombre de jengibre”, que inmortalizó
el cuento del “Mago de Oz”. Para esta labor se invitaba a colaborar a los
niños, como un anticipo de la fiesta. Era un sabio proceder, que les enseñaba a sublimar su deseo de consumir y
a ejercitar la paciencia, esperando gozar de la recompensa cuando llegara el
momento oportuno.
El armado del Arbolito incentivaba el entusiasmo de los pequeños,
encendiendo su imaginación con los juegos que proyectaban para cuando se les
diera autorización de tomar esos juguetes y bocaditos. Todavía lo hace.
Acá reside una de las diferencias
con las costumbres actuales. Antiguamente los
elementos colgados eran una decoración efímera. Llegados los invitados,
practicadas las oraciones y cantados los villancicos tradicionales,
era el momento en que cada niño o niña, por riguroso turno, comenzando por los
más pequeños se hacían de los juguetes, mientras que todos, grandes y chicos, iban
despojando al Árbol, pieza por pieza de las golosinas que lo adornaban. Aunque
no siempre era así, también se invertía el orden y los cánticos surgían con la
ingesta y los juegos.
Con el tiempo, en las clases privilegiadas, los presentes
fueron creciendo en tamaño y complejidad, con lo que se generó la costumbre de
colorarlos bajo el ramaje, cuidadosamente envueltos y con tarjetas señalando a
sus destinatarios. Esto originó la ceremonia
de distribución y abertura de regalos, teñidas por la lógica expectativa de
los más pequeños, sin excluir a los mayores.
Lo relatado todavía tiene vigencia
en algunas regiones del mundo, pero, en la mayoría, esas pequeñas tentaciones
son meros decorados. Algunas tienen formas primorosas y se conservan en las familias de generación en generación.
Las ferias navideñas
aportan legiones de adminículos para tentar a posibles compradores. Cada mes de
diciembre, cuando se arma el Arbolito, salen de sus
envoltorios y se posicionan en las ramas para alegrar la vista y preparar los espíritus ante la
cercanía de la Navidad. Al terminar las Fiestas, vuelven a su sueño hasta el
próximo año, escamoteadas de las manos de los niños que lo aceptan con ingenua complicidad.
Lamentablemente, la sociedad de consumo va haciendo perder
estas sanas costumbres. Hoy los adornos del Arbolito proliferan en el
comercio y se venden hasta por Internet. La estandarización impera, generando
formas estandarizadas, despersonalizadas, en un millón de variedades, pero de uniforme
aspecto. El plástico y los materiales sintéticos hace décadas que sustituyeron la
calidez de las maderas y los dulces industrializados a los preparados en las
tardes de trabajo hogareño.
Sea como sea, ¡también son parte de la Navidad!
En este Blog hay muchas notas sobre la Navidad, te
comparto el link:
https://banderasargentinas.blogspot.com/2024/12/la-navidad-historias-y-leyendas.html









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