lunes, 15 de abril de 2019

Un paralelismo asimétrico

El burro y el semental


Por Miguel Carrillo Bascary

La Semana Santa es riquísima en simbolismos que nos actualizan la pasión de Nuestro Señor por amor al género humano hasta el punto de dar la vida nosotros sus creaturas y, al mismo tiempo, sus hermanos.

En el “Domingo de Ramos” cuando se recuerda la entrada mesiánica de Jesús en la ciudad santa de Jerusalén, la atención se focaliza en el follaje con que sus habitantes saludaron al Señor. La tradición indica a las ramas de olivo, atento a su simbolismo intrínseco, pero también asocia a las palmas.

Pese a esta referencia tradicional, me permito seleccionar como tema de esta entra a la humilde figura del burro, como los argentinos sabemos llamar a los asnos.

Los Cuatro Evangelistas señalan que Jesús fue recibido por el pueblo judío como el esperado mesías, destinado a liberar al pueblo judía de la opresión de Roma y de restaurar la magnificencia del reinado de Salomón, el más alto exponente del poderío de este grupo humano. Así consta en Mateo, en el capítulo 21, versículos 1-9; Marcos, capítulo 11, 1-10; Lucas, capítulo 19, 28-40 y Juan, capítulo 12, 12-19.

San Mateo destaca que Jesús indicó a dos discípulos que al llegar al "pueblo de Betfagué, junto al monte de los Olivos”, es decir en las afueras de Jerusalén, encontrarían una burra con su cría. De los relatos de Lucas y de Marcos se desprende que el burro estaba atado y que nunca había sido montado. Siguen contando que, colocando sobre su lomo varios mantos y montando en él Jesús hizo su entrada en la ciudad.


El Salvador fue recibido por las multitudes con grandes aclamaciones, mientras que entusiasmadas cortaban ramas de los árboles cercanos, las extendían por el camino y también echaban sus mantos por donde Jesús debía pasar. Juan precisa que cortaron ramas de palmeras, aunque hemos de admitir que muy probablemente la gente tomó lo que tenía más cerca, mayormente palmas y gajos de olivos.

La profecía de que el Mesías montaría un burro se cuenta en varios pasajes de la Biblia, reproduzco el que me parece más característico, contenido en el libro de Zacarías, capítulo 9, versículos 9 y 10:

¡Alégrate mucho, hija de Sion! ¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de un asna. Él suprimirá los carros de Efraím y los caballos de Jerusalén; el arco de guerra será suprimido y proclamará la paz a las naciones. Su dominio se extenderá de un mar hasta el otro y desde el Río hasta los confines de la tierra.

El caballo y los triunfos

Este episodio casi nimio en comparación con el contexto del acontecimiento, tiene un correlato en las entradas triunfales que protagonizaban los conquistadores cuando ingresaban a una ciudad bajo su dominio.

Vemos esta imagen en la historia de todas las civilizaciones de la Antigüedad, pero fue en el Imperio de Roma llegó a su más alta expresión en los “triunfos”. Se trataba de una ceremonia religiosa y militar, que ocurría cuando el general victorioso entraba en la ciudad de las siete colinas sobre su carro de guerra, revestido de púrpura y portando en su cabeza una corona de olivos; en rigor una verdadera apoteosis, hasta el punto que algunos eruditos indican que ese día era considerado un verdadero dios. Iba precedido por sus tropas, de los cautivos y de los magistrados, también se mostraban las riquezas adquiridas, en una procesión que se conocía como “pompa”. La turba vivaba su nombre.


Otras fuentes consignan que el emperador Marco Aurelio; dispuso que un esclavo ubicado a sus espaldas le fuera diciendo “Recuerda que eres solo un hombre”, como una forma de recordarle su simple humanidad en tan exultantes momentos.

De muchas otras conquistas se guardan relatos en que el triunfador entró a la ciudad montado. El caballo era un símbolo de poder, colocaba al jinete por sobre el nivel de la multitud que lo aclamaba. Lógicamente, el animal que se buscaba para estos menesteres era particularmente magnífico y se enjaezaba ricamente para la ocasión de manera que se transformaba en sitial y lujo de su conductor.

 

El paralelismo en América

En el Nuevo Mundo la escena se repetía cuando el virrey llegaba a su capital para tomar posesión de los dominios que le había confiado el Soberano. En las afueras de la ciudad recibía un magnifico caballo, muchas veces un padrillo, cualidad que le aportaba mayor brío; con montura, cabestro y riendas adornados con gran lujo, llevando incrustaciones de metales preciosos. Por convención, el equino era un regalo del pueblo que, al par que constituía un verdadero tributo de vasallaje, indicaba la belicosidad y el orgullo de sus gobernados, a los que debía conducir durante su función.

Sobre él hacía su entrada el funcionario, cruzando sucesivos arcos preparados con follajes; a menudo con decoraciones alusivas; cartelas con alabanzas y otros atributos; las que han llamadas “arquitecturas efímeras”. Las casas linderas se adornaban igualmente con tapices colgados de balcones y azoteas. Las calles se recubrían con follaje y con hierbas aromáticas que, al paso del virrey montado desprendían olores característicos, mientras que el público aclamaba y esparcía pétalos de flores.

Como vemos, lo descripto guarda una notable simetría con la escena bíblica y, al mismo tiempo presentaba notorias diferencias.

El ingreso de Cristo

Que Jesús haya elegido un burro es una contradicción total con la imagen del mesías que esperaba la turba. Para el pueblo de Jerusalén debió ser una sorpresa mayúscula verlo entrar sobre un burro que es representación de la humildad y del servicio, si bien en la cuenca del Mediterráneo se lo usaba como medio de transporte, su función principal es servir de bestia de carga o se lo dedica a los más humildes trabajos como hacer girar una noria, labrar la tierra y similares.


Si bien el valor de un burro no era despreciable no tenía punto de comparación con el más modesto de los caballos. Sus necesidades eran mínimas, ya que se alimentaba con la escasa vegetación que hubiera. Al mismo tiempo al burro se lo identifica con la mansedumbre, de modo que cuando es criado como animal doméstico no demanda ser amansado para montarlo. Esto se verifica especialmente cuando el Evangelio señala que usado por Jesús nunca había sido montado; una indicación refleja la inocencia.

La sencillez de los mantos como montura contrasta con la riqueza del equipo de monta de reyes y generales. Por su parte, la sinceridad de quienes reverenciaban a Cristo se destaca en la colocación de mantos al paso del cortejo consiguiente ya que tenemos que considerar que estos eran las vestiduras más apreciadas y que muchas veces era la única posesión de significación que se ofrecían para que fueran pisadas sobre las piedras y el polvo del trayecto, un gesto verdaderamente conmovedor.

Es así que el reconocimiento triunfal y alborozado a Cristo se puntualiza con el significado del mensaje divino, que nos lo presenta como el Primer Servidor de la Humanidad. También reivindica la sencillez, en todos sus aspectos; valores que deberíamos internalizar en esta Semana Mayor de la Cristiandad.

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