Orgulloso legado del pasado rioplatense
Por Miguel Carrillo
Bascary
Quienes gustan del rugby
saben con lujo de detalles que el haka
es una danza ritual que antecede a las presentaciones del seleccionado de
Nueva Zelandia. Una muestra de identidad
que es una señal de respeto, al contrario, a quien se valora digno de la puja,
por esto también es un desafío a confrontar en buena lid. Paralelamente es un reto que celebra la vida y la
comunidad con la naturaleza.
Es propio de las culturas
polinesias y existen varios tipos que, con algunas diferencias coreográficas,
plasman las herencias regionales, de Fidji, Tonga y Samoa.
En particular se destaca la
antigüedad del haka, aunque solo en
las últimas décadas fue captado por el deporte.
Clarificados estos
conceptos podría citarse que el primer haka anterior a un partido entre los Al
Blacks y Los Pumas ocurrió el 30 de octubre de 1976 (cualquier diferencia al respecto
será bienvenida[1]).
Hasta acá lo que guarda la
crónica deportiva, pero recorriendo polvorientos anaqueles de libros aparece el
que puede considerarse el primer haka
que se representó en el Buenos Aires de 1824. Sí, ¡1824!”
No se trata de una oscura
referencia, está documentalmente
comprobado por un testigo de aquellos lejanos tiempos el fundados del “British
Packet and Argentine News” que se editó en Buenos Aires entre 1826 y 1859 bajo responsabilidad
de Thomas George Love, quien escribió un relato de viaje por el país titulado “Cinco
años en Bs. Aires”[2],
de él tomo la cita.
Ahí se explica que el
ejecutor del haka fuera el jefe maorí Tipahee
Cupa, quien con su rostro cubierto de “mokos”, nombre con que habitualmente
se mal traduce como “tatuaje” sorprendió notablemente a la sociedad porteña.
Refiere la crónica que:
“… al serle solicitado interpretaba danzas guerrearas neozelandesas”
“Tiene unos 40 años y una extraordinaria fuerza; su extravagante
aspecto y rostro tatuado le hacían seguir de mucha gente por las calles de
Buenos Aires”.
Quedan documentados así
los primeros hakas que hubo en la
capital argentina.
No se trataba de un nativo
isleño capturado, sino de la experiencia de un jefe maorí que arrostró con inusitado valor la aventura de viajar a
la capital de Imperio inglés para requerir armas modernas que compensaran la
desigualdad de fuerzas que implicaba que una tribu cercana las poseyera.
El relato contiene otras jugosas referencias por lo que los
invito a leerlo. Como se observará destaca el respeto que la crónica destaca al
jefe nativo algo realmente poco habitual en el periodismo británico del siglo
XIX.
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