“Curupaytí, una jornada de luto y de gloria”
Bandera del batallón “1º de Santa Fe” que ondeó en el asalto a Curupaytí
en manos del subteniente Mariano Grandoli
Por Miguel Ángel De Marco
(Ex presidente de la Academia Nacional de la Historia )
Para el diario “La Nación ” (21 de septiembre de 2016)
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1939725-curupayti-una-jornada-de-luto-y-de-gloria
A
150 años del “asalto a Curupaytí” (22 de septiembre de 1866), este blog se
honra en reproducir un artículo de opinión alusivo al mismo que lleva la firma
del académico de la Historia ,
Dr. Miguel De Marco. Durante casi diez años tuve el impensado privilegio de ser
compañero de claustro del mismo, cuando yo era un joven docente que se
iniciaba. Fue en el “Instituto Nacional Superior del Profesorado” de Rosario,
donde se formaban los futuros profesores de Historia. Allí aprendí a valorar la
sencillez y disponibilidad del profesor De Marco; uno de aquellos a los que los
argentinos debemos que se haya mantenido vigente la amarga pero igualmente
enriquecedora memoria sobre la tragedia de la “Guerra de la Triple Alianza ” (1865 – 1870)
que enlutó a la nación sudamericana; pletórica de ejemplos de patriotismo.
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He
aquí el artículo del profesor De Marco:
La noche del 21 de septiembre de 1866,
pocas horas antes del asalto a las trincheras de Curupaytí, durante la guerra del Paraguay, el subteniente
abanderado del Batallón 1º de Santa Fe,
Mariano Grandoli, de 17 años, le había escrito a su madre con letra clara y
enérgica: "Mamá: mañana seremos
diezmados por los paraguayos, pero yo he de saber morir por la bandera que me
dieron". [Gandoli,
que se había enrolado en forma voluntaria, fue muerto frente a las murallas en
una posición donde resistió durante una media hora alentando a sus compañeros
haciendo ondear la bandera que portaba]
Dominguito Sarmiento [hijo de Domingo Sarmiento, futuro
presidente argentino] le
había manifestado a la suya el 17 de septiembre, pues se pensaba que el ataque
iba a tener lugar ese día: "No
sientas mi pérdida hasta el punto de sucumbir bajo la pesadumbre del dolor.
Morir por la patria es vivir; es dar a nuestro nombre un brillo que nada
borrará, y nunca más digna la mujer que cuando con estoica resignación envía a
las batallas al hijo de sus entrañas".
Pero no fueron los únicos en
presentir que la jornada sería fatal para muchos. Las defensas se alzaban
amenazadoras, protegidas por una serie de obstáculos casi insalvables para la
infantería.
En la mañana del 22 se reunieron en
la carpa del doctor Caupolicán Molina los recién ascendidos a coroneles Juan
Bautista Charlone, Manuel Fraga y Manuel Roseti, y los tenientes coroneles Alejandro
Díaz y Luis María Campos. Comieron
en silencio y de pronto los cuatro primeros profetizaron su fin y que el quinto
sería herido [Así ocurrió; solo sobrevivió
Campos]
Finalmente llegó la hora de tomar
posiciones para el ataque. Todos los testigos de aquella jornada aciaga
coinciden en que fue un bello día de primavera. "La naturaleza invitaba más bien a entonar un himno de regocijo a la
vida que a verter lágrimas por los mártires del deber", dice José Ignacio Fotheringham, y en seguida
expresa: "He visto muchas
formaciones de tropa, muchas paradas de ostentación y brillo, pero jamás un
desfile más brillante ni importante que el de esa mañana fatal".
Las bandas tocaban sus mejores
marchas para acompasar el paso de los batallones del primer cuerpo. Las unidades
de línea y de la
Guardia Nacional ocupaban por igual puestos de
responsabilidad y peligro. Los milicianos se habían ganado con creces ese
derecho. Esta vez, abría la marcha de todo el Ejército el 1º de Santa Fe, cuyo abanderado hacía flamear su ya deshilachado
trapo, que recibiría catorce balazos y quedaría manchado por la sangre de
"quien la llevaba tan dignamente",
según expresó después el jefe, coronel
Ávalos.
Unas tras otras, las divisiones iban
ocupando sus puestos para el ataque. A las 12, el trompa de órdenes José
Obregoso, ubicado junto al presidente argentino y general en jefe aliado Bartolomé Mitre y sus ayudantes, tocó ¡a la carga! Los clarines y tambores de
todos los cuerpos repitieron las órdenes, llenando el aire con su sonido
marcial. Y comenzó la heroica pero estéril sangría. Jefes, oficiales y soldados
trataban de llegar a las trincheras desde cuya cima los paraguayos, que habían
mostrado tantas veces su heroico valor, disparaban sin riesgos.
Los comandantes de las unidades
comprometidas en el ataque, lejos de marchar a pie, como sus hombres, montaban
en briosos corceles y levantaban el cuerpo, para que nadie dudase siquiera de
su valentía. Pero las puntiagudas ramas cual enormes espinas que horadaban las
suelas de los zapatos y destrozaban las polainas eran un obstáculo tan tremendo
como los fosos que separaban de la trinchera. El que no quedaba entre las
espinas moría en los surcos profundos.
Los batallones se agolpaban, unos
sobre otros, sin lograr su objetivo, hasta que el comandante en jefe ordenó la
retirada, cuatro horas después. Mitre, que se había opuesto en junta de
generales a un ataque frontal, pero finalmente había aceptado la decisión de la
mayoría, había estado siempre al alcance del fuego adversario. En un momento
dado, tuvo que cambiar de caballo porque el que montaba había resultado herido.
El asalto había sido pródigo en
hechos arriesgados. Con toda parsimonia, los oficiales del 9 de línea Rafael
Ruiz de los Llanos y Miguel Goyena hacían calentar agua para tomar café en medio
de la metralla. El teniente coronel Alejandro Díaz moría gritando: "¡Adelante, muchachos, que el 3 no sea
el último en escalar la trinchera!".
El 12 de línea, con su comandante
Juan Ayala; su segundo, Lucio V.
Mansilla, y sus capitanes, como Sarmiento y otros muchachos distinguidos,
procuraban llegar a toda costa a la trinchera, a pesar de que su situación era
insostenible. Los dos primeros resultaron heridos y Dominguito murió desangrado
cuando un proyectil que destrozó su talón de Aquiles le provocó una hemorragia
incontenible. Otros jefes y oficiales, como el coronel Roseti y el mayor Lucio
Salvadores, quedaron para siempre en el campo, desnudos, pues los paraguayos
despojaron a los caídos de sus ropas después de la retirada. El comandante del
Salta, Julio A. Roca [presidente argentino 1880/1886 y
1898/1904],
tras alentar serenamente a sus hombres, cargó sobre su caballo al teniente
Solier, del 1º de línea, que se hallaba gravemente herido, y con parsimonia
increíble se retiró al paso, llevando entre sus manos la bandera de su
batallón. Cándido López, que había salvado milagrosamente la vida y había
logrado contener la hemorragia de su mano derecha destrozada, contemplaba su
amargo futuro como pintor, trocado en éxito por su increíble tenacidad.
Algunos batallones volvían comandados
por tenientes o sargentos, pues los jefes yacían muertos o heridos. El general Paunero, con su blanca barba empapada
por la sangre que manaba copiosamente de una herida en la oreja, vio de pronto
a un joven de 18 años con quepis de teniente coronel. Era el oficial Sebastián
Casares que, sobre el suyo, llevaba el de Alejandro Díaz, para entregárselo a
su hermano, mayor de la
Guardia Nacional porteña. "¿Dónde está la primera
división", le preguntó Paunero. "Aquí
están, señor general, las cuatro banderas, que vienen escoltadas por sesenta
hombres solamente."
Fue un día de luto y de gloria. Los
brasileños, por su parte, hicieron honor a sus mejores tradiciones guerreras.
El culto al valor convirtió en triunfo del coraje el enorme revés que acabó con
buena parte de una brillante juventud argentina. Y el gobierno mandó acuñar, en
1872, un escudo que expresaba:
"Honor al valor y disciplina".
Notas aportadas por este Blog:
Los
paraguayos habían formado una verdadera fortaleza en Curupaytí que cerraba el
avance a las tropas aliadas. La escuadra brasileña con sus más de 100 cañones, debió
despedazar las defensas con un intenso cañoneo previo, pero por razones que
todavía se discuten resultó totalmente ineficaz. La orden de avanzar que adoptó
el general en jefe y entonces presidente argentino, Bartolomé Mitre, según los
consejos del mando conjunto implicó que los avances resultan inútiles pese al
heroísmo empeñado impulsado por los códigos de honor vigentes en la época y por
la disciplina castrense. La situación se complicó dramáticamente por efecto de
las fuertes lluvias registradas en días anteriores, hasta el punto que muchos
soldados debieron abandonar su calzado que literalmente los aferraba al barro.
En
cifras el resultado de la acción bélica fue una verdadera masacre: los
argentinos tuvieron unos 4.000 muertos; y entre heridos, desaparecidos y
prisioneros las tropas nacionales sufrieron un 40% de bajas (se habían empeñado
unos 20.000 efectivos) ¡Los paraguayos solo tuvieron 92 bajas, con unos 30
fallecidos. Corupaytí resistió hasta 1868. Pese a la desproporción de fuerzas
entre los beligerantes, solo puso fin a la guerra la muerte de Solano López (líder
paraguayo) e implicó una pérdida aproximada al 90% de la población masculina
del Paraguay.
La
bandera que Grandoli murió protegiendo fue recogida por un camarada de armas y
presidió el desfile de los pocos santafesinos que se reintegraron a la ciudad
de Rosario al finalizar los combates. Luego de diversos avatares que la
llevaron por diversos destinos, en 1941 fue reintegrada y hoy es la pieza de
mayor valor que atesora el “Museo Histórico Provincial, Dr. Julio Marc” de
Rosario. Recordando el extraordinario valor de Grandoli, los días 22 de
septiembre de cada año se celebra el “día de los abanderados”
Estatua del Abanderado Grandoli (Parque Nacional a la Bandera , Rosario)
Un fragmento mayor de la carta destacada por De Marco dice:
“El argentino
de honor debe dejar de existir antes de ver humillada la bandera de la Patria. Yo no dudo que
la vida militar es penosa, pero, ¿qué importa si uno padece defendiendo los
derechos y la honra de su país? Mañana seremos diezmados, pero yo he de saber
morir defendiendo la bandera que me dieron".
Miguel Carrillo Bascary
Mayores referencias: http://banderasargentinas.blogspot.com.ar/2015_09_01_archive.html
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