¿Cómo festejaron Belgrano, San Martín y sus contemporáneos?
Por Miguel
Carrillo Bascary
El título refleja una pregunta que a todos quienes gustamos de la
Historia nos inquietó en algún momento de nuestras vidas. No conozco un trabajo que trate sobre el tema específico, de haberlo
mucho agradeceré que se me informe. Existen sí eruditos estudios sobre las
fiestas populares, que nos desmenuzan sus rituales y nos explican sus
motivaciones como articulaciones del poder, exponen las confrontaciones
ideológicas y definen otras perspectivas. No pretenderé emularlos, en estas
breves líneas solo intento responder de qué manera festejaron aquellos a los
que la Historia argentina llama sus próceres.
Lo haré desde las muchas lecturas y tradiciones que cargo en
mis alforjas. Así, hermanados en la dimensión de los tiempos que vivimos será
un gusto compartirles mi visión personal.
Comenzando
Desde la noche de los tiempos las fiestas con que un pueblo se expresa colectivamente
determinan pautas culturales de
tendencia constante, aunque experimenten cambios más o menos sutiles o
dramáticamente novedosos. Al recorrer la Historia aparecen algunas festividades
mientras otras se extinguen. Sin dudas que la
más antigua es la que llamamos “Año Nuevo”, que en los anales de las
civilizaciones comparadas ha merecido diversas denominaciones. La otra celebración universal es la Navidad
que señala el humildísimo nacimiento del Niño Jesús, el hijo de Dios y de María,
cuyo nombre divide la Historia en “antes y después de Cristo[1]”.
Quienes hoy vivimos guardamos en la memoria un conjunto de vivencias sobre la forma en que otrora festejamos la Navidad
y el “Fin de Año” (“Nochevieja”, le dicen algunos) pero nos cuesta mucho
proyectarnos más allá de nuestra propia existencia. Solo a manera de hilachas
nos quedan recuerdos sobre lo que nos contaron nuestros mayores.
Muchos piensan que siempre se festejaron igual, o poco menos. Algunos
intuyen que no debió ser así, pero en todos se nos despierta la curiosidad por conocer cómo eran las Fiestas en
otros tiempos.
En las lejanas
regiones del Plata
A la cabeza del conjunto humano que identificamos como “próceres”, encontramos a Belgrano y a
San Martín, paradigmas del patriotismo que dio lugar a que Argentina surgiera
libre y soberana como una más de entre las naciones del mundo. Intentaremos
remontarnos a ellos ubicándonos en sus infancias o juventud, fines del siglo
XVIII y las primeras décadas del XIX. Nuestro
análisis se circunscribirá a la vasta región que por entonces se conocía como
el Río de la Plata[2].
La principal diferencia con las Fiestas de nuestro tiempo radica en la ausencia del consumismo que hoy nos agobia.
Por entonces tenían una gran dimensión social, particularmente la Navidad. De hecho,
que el “Año Nuevo” era un día laborable,
como cualquier otro para la mayoría del pueblo, excepto para quienes se
desvelaban por la política local ya que ese
día se elegían a los cabildantes. Consecuentemente se investía a las
autoridades locales con sus correspondientes varas y bandas. Asimismo, se
dispensaban los cargos militares a los milicianos y se les imponían los signos de mando. En la oportunidad se renovaban
los juramentos de fidelidad al Rey o al Estado, según fueron pasando los años y,
después de haberse declarado la Independencia, se actualizaba el compromiso de
servir “fiel y legalmente” a los vecinos que elegían a sus representantes. Los
católicos celebraban la eucaristía recordando la presentación de Jesús al
templo y su circuncisión, que en fecha reciente fue sustituida por la
solemnidad de “María, madre de Dios”.
Ayunos, pesebres
y la “misa de gallo”
En tiempo de los próceres la
verdadera fiesta de fin de año, la más esperada, era la Navidad, centrada en el 25 de diciembre, que desde el siglo
III fijó la Iglesia Católica como el día en que nació Nuestro Señor Jesucristo.
La feligresía vivía el período con particulares muestras de piedad y lo que hoy
podríamos llamar “espíritu navideño”.
Tan magna ocasión demandaba (y aún lo sigue haciendo) una preparación
que comenzaba el primer domingo de Adviento,
un tiempo de cuatro semanas dedicado al recogimiento y a la serena esperanza,
en que los cristianos preparan cuerpos y almas para recibir al Salvador.
Era tradicional que previo al gran día se higienizaban las calles y aún
los “huecos” (baldíos) cercanos, en los trayectos principales se decoraban balcones, ventanas y fachadas
con luminarias de grasa de potro y colgaduras, también con elementos vegetales
con los que se formaban arcos. Todo contribuía a preparar el ambiente en la consideración general.
En contra de lo que hoy ocurre, donde el frenesí parece apoderarse de compradores compulsivos, el día 24 se dedicaba al descanso, dentro de lo posible. También debía cumplirse con el ayuno litúrgico por lo que se consumía una sola comida fuerte (al mediodía) y dos escasas colaciones, con exclusión de toda carne, excepto del pescado. Asimismo, era propicio para que los confesionarios de las iglesias recibieran a los penitentes más piadosos, que deseaban arreglar sus cuentas con Dios para disponer el alma para la liturgia nocturna. Los trabajadores, aún aquellos de minas, obrajes y sembradíos estaban exceptuados del trabajo, mientras que a la soldadesca se le comisionaba ejecutar “orden interno” para presentar debidamente los cuarteles, posiciones y cabalgaduras, si se disponían. No ocurría así en las casas, donde el personal de servicio tenía que esmerarse para tener todo listo para las facetas manducatorias de la Fiesta. En las cocinas la efervescencia mandaba, pese al calor de la época incentivado por los fuegos y las ansias de la patrona, a quien todo le parecía poco.
Como celebración cristiana el
centro de la Navidad radicaba en las iglesias y capillas, cuyo interior
mostraba la mejor imagen posible. Se los dotaba de intensa iluminación
colocando cuanto candelabro hubiera en existencia. También se incluían decorados efímeros con profusión de
flores, particularmente rosas y jazmines de estación, así como hierbas
aromáticas.
La principal actividad religiosa, la que justificaba la festividad, era
una peculiar forma de la Liturgia de la Eucaristía, la “misa de gallo[3]” o
“de medianoche”, que desde principios del siglo XVI se usaba en España y América[4]. Comenzaba al rayar el día 25 de
diciembre, un horario inusual que se justificaba con lo excepcional de la
solemnidad.
Al aproximarse la medianoche se hacían oír las campanas convocando a los fieles. Dicho sea de paso, su periódico
tañido ordenaba la vida en aquellos lejanos tiempos donde los relojes eran
privilegio de pocos. Las campanas coincidían como un coro místico de bronces al momento en que se colocaba o descubría
el Niño Dios en la misa que se desarrollaba en la catedral o iglesia principal,
donde sus propias campanas daban la orden que se replicaba en todos los templos
del poblado y aún en los vecinos, recordando los coros angélicos que los
Evangelio. También se asociaban las campanas del cabildo, cuando las había, y
hasta aquellas de los barcos amarrados frente a Buenos Aires o en el puerto de
Montevideo, salvo que todos sus tripulantes hubieran desembarcado para
asociarse a los festejos, lo que ocurría en aquellos de menor porte.
La liturgia se celebraba en riguroso latín eclesiástico. Por supuesto que ni el pueblo llano ni la
mayoría de los feligreses lo comprendía, pero casi todos sabían responder las
mociones del sacerdote. El ministro celebraba mirando hacia el retablo del altar mayor, como un integrante más. Lo hacía revestido con casulla[5] blanca, eventualmente dorada, si se
disponía. La comunión, que no era
tan frecuente como en la actualidad[6],
no se dispensaba a los fieles formando una fila como sino que éstos se arrodillaban
ante los comulgatorios (barandillas) que separaban el presbiterio[7]
del resto del templo. Se procuraba que la riqueza
del sacramento fuera la más cuidada posible, lo que incluía el uso del
incienso, cánticos y otras solemnidades.
La misa se desarrollaba con gran sentido
de comunidad, de paz y de amor, ínsitos en el nacimiento ocurrido en Belén.
La prédica acentuaba estos valores, lo que conllevaba la emoción pertinente.
Por supuesto que la concurrencia era multitudinaria, cabe acotar que entonces no había bancos en los templos por lo que aquellas personas lo necesitaban debían llevar su propia silla o al menos un reclinatorio para asegurarse un mínimo de comodidad, este trabajo quedaba a cargo de esclavos y sirvientes, lógicamente. También era usual que portaran un almohadón o pequeña alfombra para uso de sus patronas. Los dignatarios contaban con reclinatorios que se colocaban al frente y se dispensaban guardando las jerarquías en forma rigurosa.
En el tiempo de los próceres ya era habitual incluir un pesebre[8]
en la ambientación navideña, una costumbre divulgada ampliamente desde el siglo
XIII por San Francisco y la orden que fundara[9],
la que se difundió a partir del reinado de Carlos III, quien había sido monarca
de Nápoles donde la tradición estaba muy arraigada. Estos pesebres solían
complementarse con figuras elaboradas en la propia casa o por artesanos
locales. Poco a poco los de factura vernácula se fueron generalizando en lo que
podríamos llamar la clase media de la época. Aquellos traídos de Europa o del
Perú se consideraban preciados legados
familiares que pasaban de generación en generación, una costumbre que
persiste en la actualidad, al menos en aquellos hogares más tradicionales.
Los pesebres se armaban por tradición unas semanas antes de la fiesta,
sin que se exhibiera al Niño, ya que se reservaba hasta el día 25. Desde
entonces una ocupación habitual de las familias era de recorrer desde el atardecer las casas de familiares y amigos para
poder apreciarlos. Los pequeños iban vestidos de blanco y portaban velas
encendidas, como símbolo de pureza y de esperanza.
Durante la misa el Niño permanecía cubierto por una pieza de tela blanca
o bien, se lo colocaba en cercanías del altar. Cuando terminaba el oficio se
procedía a la “adoración del Niño Dios”
una práctica que difundió muy ampliamente la recientemente santificada “Mama Antula” (María Antonia de Paz y Figueroa),
laica consagrada que fundó una casa de ejercicios espirituales en Bs. Aires que
aún se conserva. Así, por riguroso orden de jerarquías sociales los fieles se
encolumnaban ante la Divina Imagen para besarla ante la presencia del sacerdote
que los bendecía. Con toda familiaridad los niños llamaban a la imagen “el Manuelito”, aludiendo al “Emmanuel”,
como se menciona a Jesús en las Sagradas Escrituras[10].
Terminado el pasaje se colocaba el Niño en el pesebre donde permanecería hasta
la consumición del período navideño, el primer domingo posterior a la
solemnidad de la Epifanía (Reyes).
Como todo evento y popular nadie está
excluido, se participaba en ellas sin distinción de clases sociales, si
bien ciertas manifestaciones podían limitarse a grupos determinados que
evidenciaban en ellas sus respectivas improntas culturales. Aún los llamados
“indios”, que habitualmente se desenvolvían en las vastas extensiones fuera de
las poblaciones, se acercaban para comerciar.
En la Navidad el clero secular,
las órdenes y congregaciones religiosas tenían un especial protagonismo,
sus consagrados lo cumplían en conjunto con aquellos que de una u otra manera
les estaban vinculados, como los terciarios[11],
arrendatarios y aún los esclavos, mientras esta institución se mantuvo. De
igual manera se evidenciaban los gremios, los sectores que participaban en las
actividades productivas y otros colectivos, como diríamos hoy.
En toda fiesta urbana la responsabilidad organizativa correspondía en
primer lugar y como pauta de orden a los cabildos,
quienes corrían con los gastos de mayor importancia, particularmente los que
implicaban las funciones principales. Los avecinados de mayor alcurnia (si los
había en el poblado) y los que tenían alguna función social también contribuían
en su medida.
Llegado el día festivo las improntas visuales se complementaban con la música, coral e instrumental, a cargo de
cofradías, pequeñas orquestas y las espontáneas participaciones de hábiles (o
no tan hábiles) ejecutantes. En los templos que contaban con órganos estos
cumplían solemnizando con sus profundos sones. En los salones de mayor predicamento se escuchaban violines, violonchelos,
clavicordios, arpas y algún piano, mientras que en las pulperías reinaban los violines
criollos y las guitarras, que
tampoco quedaban excluidas de las casas distinguidas. En el caso que hubiera algún importante
destacamento miliar asentado en la ciudad o en sus inmediaciones, se sumaban
sus “músicas”, como se les decía a las bandas
de guerra que ejecutaban composiciones marciales, pero también del
repertorio popular. A todo esto, se agregaba el ruido de petardos, fuegos de
artificio, pitos y matracas que prolongaban el jolgorio indiscriminadamente por
todo el ejido.
¿Y los villancicos? Los había
para todos los gustos, eran entonados por los coros religiosos y de niños, que se
preparaban con todo esmero todo el año, pero las canciones populares no se cantaban durante
las misas como ahora, sino que a
posteriori. En este rubro los niños concitaban toda la atención, émulos de
los cánticos que elevaron los pastores embargados por la alegría al ver al Niño
entre pasturas.
Mostrarse ante
el prójimo
Como todo evento de similares características la misa de gallo y los
eventos que la seguían era la oportunidad de “mirar y ser visto”. Una dimensión colectiva que se trasuntaba en
las vestimentas de diversas maneras. La civilidad apelaba a sus mejores ropas, donde no faltaría que las
coquetas estrenasen prendas ingresadas por contrabando, también las elaboradas
por hábiles manos utilizando algún corte textil de similar origen o puntillas
traídas desde aquellas regiones donde sus paisanas eran hábiles con la aguja o los
telares. Por supuesto que para el templo las señoras, señoritas y viudas gastaban
mantillas, algunas eran un dechado
de delicadez y de habilidad. No debieron faltar tampoco los abanicos, teniendo en cuenta las altas
temperaturas de la época y la aglomeración de feligreses en la nave de los
templos. Pañuelos mojados con agua de rosas o de azahar ayudaban al respecto.
En los atrios de iglesias y capillas se apersonaban los mendigos y tullidos, confiando en la
caridad de las gentes. También los veteranos
de guerra, dejando ver sus mutilaciones y, en algunos casos, ostentando
alguna prenda de sus raídos uniformes. ¿Sus
medallas? Habría algún caso excepcional pero en la época solían canjearlas
por algo de metálico, comida o alguna botella de mal alcohol, tristemente.
En cuanto a los
militares, la superioridad ordenaba el “adecentamiento” higiénico,
de personas, armamentos y uniformes, ya que también participaban como cuerpos
en las actividades generales. La oficialidad vestía sus uniformes de gala, en cuyo acicalamiento competían los respectivos
asistentes. Cabe acotar que en las grandes ocasiones como la Navidad los
varones solían ostentar su uniforme de milicianos[12], aun
cuando en la vida diaria desempeñaran todo tipo de funciones.
El pueblo llano se esmeraba en el aseo y composición de sus vestuarios, aunque más no
fuera en el cepillado de sus sombreros o el lucimiento de cintas en el cabello o vestidos de las damas. Cuando aún mandaba el
Rey no fue extraño lucir divisas que
lo representaran, particularmente su rostro estampado en una cinta encarnada. A
partir del año 1812 hicieron su aparición variedad de escarapelas con los colores nacionales y otras divisas de sector.
Para los cófrades de las hermandades
religiosas, tanto ellos como ellas, era cuestión de honor llevar los lazos,
escapularios y medallas que así lo acreditaban, particularmente en ocasión de
las misas y funciones religiosas. Este tipo de identificación, cuyos emblemas
eran bien conocidos por todos, entrañaba la importancia de “pertenecer”, tan valorada en las sociedades
fuertemente estratificadas.
Por supuesto que el ámbito central de los festejos comunitario era la plaza mayor de la comunidad, en la que
habitualmente se asentaba la iglesia principal. Este lugar era familiar a las
tropas de la Patria ya que en ellas se hacían presentes para incentivar el
compromiso de la población con las ideas de la libertad. También ahí se reunían
las milicias cívicas respondiendo al
llamado de las campanas para organizar la defensa en caso de algún ataque
realista o para practicar los llamados “ejercicios doctrinales” que implicaban
evoluciones militares, el manejo de armas y la instrucción respectiva. En
ciudades como Buenos Aires, Córdoba, Montevideo y Charcas, las plazas periféricas replicaban
ornamentaciones y divertimentos.
Apunto que se detectan divergencias
en las fuentes consultadas, algunas refieren que el festejo culinario tenía
lugar al regreso de la misa del gallo y que se prolongaba hasta altas horas de
la madrugada, al parecer esta secuencia sería posterior al “Pronunciamiento de
Mayo[13]”.
Otras, más antiguas, refieren que la cena trascurría en la intimidad familiar y
que el grueso de las actividades ocurría durante el 25, luego de volver a
concurrir a la misa matutina. El
almuerzo era un compromiso social, por cuanto concurrían amigos invitados,
con lo que se aplicaba la tarde y la noche para las actividades organizadas por
las autoridades, vecinos acaudalados y corporaciones.
Según fueran los recursos pertinentes los cabildos solían disponer en
sus inmediaciones bullangueros
“refrigerios” para el populacho donde lo principal no eran los comestibles
sino la bebida, lo que con bastante frecuencia derivaba a desórdenes influenciados por entusiastas cultores del beberaje.
Precisamente, para evitar los excesos, los cuerpos armados eran retirados a sus
cuarteles, donde la jarana continuaba pero bajo control (al menos así se
esperaba). En realidad la noche era
joven y se extendía en partidas de naipes, guitarreadas, payadas y bailes a
los que se sumaban eventualmente (o no tanto), las soldaderas[14] y
las féminas familiares de los sufridos soldados. Todo esto lo modalizaban el
rigor del oficial responsable del mando y los peligros de la guerra.
Justamente para tratar de prevenir todo ataque enemigo se reforzaba
convenientemente la guardia y se daba el santo
y seña[15]
correspondiente, para evitar cualquier accidente en que alguno “disparado” fuera
baleado al intentar regresar a su carpa en horas de la madrugada, tras celebrar
en el poblado.
En las ciudades sigo XXI
se nos hace realmente difícil percibir esta múltiple dimensión de la Navidad de los próceres en que amalgamaban
un mundo de sonidos, comidas, manifestaciones sociales conjuntas y sentimientos
religiosos. Pero sigamos, que todavía hay más manifestaciones que pueden
resultarnos extrañas.
La práctica del “aguinaldo”
Ya avanzada la mañana del 25 de diciembre las calles se poblaban,
sorprendiendo a quienes dormían la mona en algún vano de puerta, en un rincón y
aún tirados en plena calle hasta que el efecto al alcohol se disipaba, el calor
del Sol los despertaba o el beodo era encontrado por su mujer o sus hijos, que
lo recogían con amorosa resignación.
¿Quiénes eran esos transeúntes? Los había de varios tipos, por supuesto que
familiares que por diversas circunstancias no habían podido sumarse a las a actividades
nocturnas, pero también aparecían bandas
de niños del pueblo que recorrían las calles tocando sus panderetas y pitos,
apersonándose ante las casas pera peticionar dulces u otro tipo de alimentos.
Era una suerte de Halloween hispano/criollo.
Pero también había otros caminantes
y hasta jinetes en aquella sociedad donde hasta los mendigos montaban, eran
quienes concurrían a las casas de patrones y clientes a peticionar su “aguinaldo”. Sí ¡aguinaldo! Constituía una suerte de
regalo o reconocimiento por los servicios prestados durante el año que fenecía,
por supuesto que la dadiva era voluntaria y variada, pero hacía al prestigio
del donante por lo que a veces se manifestaba muy concretamente en la entrega
de alguna bebida embotellada, alimentos o en metálico. Quienes aspiraban a esta
gratitud era un conjunto variopinto:
los serenos, quinteros, proveedores del hogar (aguatero, panadero, carbonero, lechero,
vendedores de empanadas, hortalizas o velas). Los comerciantes solían mandar a
sus dependientes en su representación acompañado por alguna ofrenda como
retribución. También solía haber aguinaldo para el personal de servicio que por razones de edad ya habían dejado la
casa y habitaba junto a sus familias en los suburbios. Generalmente esta troupe era atendida por el mayordomo, el
ama de llaves y, eventualmente, por las “niñas de la casa” o la esposa del
afincado, muy excepcional era que el propio dueño recibiera a algún solicitante
y nunca lo hacía en la puerta, sino en un sitio interior, remarcando insensiblemente
la autoridad que detentaba. Esto sería antecedente de
las “canastas navideñas” que se usan
en la actualidad.
Otra actividad propia de
la Navidad consistía en recorrer las
casas de amigos y parientes con la excusa de saludar, apreciar los
respectivos pesebres y, de paso, degustar
algún licorcillo, entremeses o bocaditos. Quienes podían contar con belenes
tenían la delicadeza de disponerlos de tal forma que pudieran ser vistos desde
las ventanas exteriores de la casa, una muestra de generosidad y de lucimiento
personal favorecida por las grandes superficies de las aberturas. Recordemos de
paso que por estos lares no se conocieron
los arbolitos sino hasta 1828, hoy son tan típicos que en muchos hogares
han sustituido a los pesebres.
De comeres y beberes
La Navidad tenía una expresión culinaria superlativa que
todavía subsiste. Todo era bienvenido en la mesa de los próceres y hasta de los
más humildes paisanos, máxime que durante el tiempo de Adviento se venían
guardando las ganas con los ayunos prescriptos.
Los viajeros extranjeros que llegaron al Río de la Plata durante los
siglos XVIII y XIX coinciden en la abundancia
y variedad de las comidas, particularmente las carnes. Precisamente éstas
eran las estrellas de la Navidad, todo bicho que camina iba al asador: vacunos,
pollos (término que además incluía gallinas y algún gallito castrado), pichones,
gansos, palomas, patos, conejos, corderos y cerdos. Eventualmente piezas de
caza, como venado, vizcacha, liebres o mulitas. En el Norte se sumaban las
carnes de llama y de alpaca, al natural o charqueadas. Las poblaciones
fluviales incluían los pescados más sabrosos.
Sin dudas que lo más
apetecido era el pavo que se
popularizó en España en el siglo XVIII, aunque su localía americana lo había
consagrado mucho antes en las regiones del Plata. Estos manjares se servían con
papas, maíz, pimientos, zapallos, cebollas, puerros, verduras, zanahorias,
chauchas, arvejas, remolachas y demás, todo
bien aderezado con salsas varias, salmuera y mostaza. También se denota la
presencia de embutidos (“matanza”,
para los castizos) de los más diversos orígenes. Pucheros, sopas, guisos, las
infaltables empanadas, tortillas y pasteles completaban los menús.
En cuanto a las frutas se servían preparadas de cien
formas o al natural, particularmente duraznos (muy abundantes entonces),
cítricos y manzanas, pero también las renombradas “peras de Navidad” y ciruelas
(rubias o negras). Por si fuera poco, variedad de frutos secos (almendras, pistacho,
nueces), buñuelos y turrones, una costumbre traída desde la Península. Y no
olvidemos los postres, en lo que se
aplicaban secretas recetas que incluían la miel, el clavo de olor y la canela;
entre ellos se distinguía “su majestad”, la ambrosía[16].
Para matizar, variedad de tés, café, mate (por supuesto), chocolate, vinos, sidras,
oportos, aguardientes y licores. Sin olvidar a los bollos y al pan, aunque este era de regular
calidad, mayormente cocía en el horno de barro ubicado en el tercer patio de la
casa. Digamos también que era de rigor intercambiar
platos y exquisiteces con las familias amigas y cumplimentar con ellos a los
cabildantes conocidos, sin olvidar al cura párroco y al confesor habitual.
No he podido encontrar
ninguna referencia a los espumosos,
lo que no implica que también fuera escanciado, pero en este caso provendría de
Europa. Sobre el hoy infaltable panettone, positivamente no había
llegado a las costas del Plata.
Con este panorama, no es de extrañar que las tisanas digestivas y las sales de fruta, también fueran de rigor en la fiesta navideña. Tampoco era extraña la práctica ancestral de “tirar el cuerito”.
Navidad en los cuarteles
En aquellos años, cuando
nuestros próceres literalmente vivían en
guerra, la Navidad no escapaban de esta dura realidad.
Si las unidades militares
estaban en campaña, alejadas de las
poblaciones o cuando existía peligro de romper la disciplina, la celebración de
la Navidad era obviamente muy castrense. En la víspera, el capellán se aplicaba a escuchar confesiones de soldados y
oficiales que deseaban “hacer las paces con Dios” previo al día del nacimiento
de su Hijo. Por la noche la celebración se centraba también en la misa de gallo que celebraba el consagrado
en el altar portátil que tenía a
disposición y que se llevaba junto a la “impedimenta” del cuerpo. Las tropas
formaban en batalla en derredor y a su frente se ubicaba el general, acompañado
de su estado mayor. Finalizado el servicio se compartía “por compañías” la cena que fuera posible según el
avituallamiento disponible. Generalmente, consistía en el sempiterno asado de
yegua (en las pampas), ocasionalmente de vaca o algún otro cuadrúpedo que hubiera
a mano. Como gesto festivo se
autorizaba escanciar un vaso de vino (aguado) a cada efectivo. Como es de
pensar el menú era mucho más sustancioso
en las tiendas de los oficiales, quienes previamente habían hecho sus provisiones
al pasar por algún poblado o en los ranchos de las inmediaciones, con lo que
aleatoriamente podían sumar queso, hortalizas y hasta dulces. Sin embargo, lo
habitual es que la oficialidad compartiera el mismo menú que la tropa, con algún aditamento de naturaleza
espirituosa.
Terminando
- Hemos cumplido así un viaje en el tiempo que nos
remontó algo más de doscientos años
hacia atrás, cuando aquellos hombres y mujeres, sin distinción de clases
sociales festejaban la Navidad a su modo y con sus peculiaridades. Posiblemente
pudo consignarse un mayor número de referencias, pero se entiende que lo
escrito ofrece una aproximación bastante ajustada, no olvidemos que en materia
de festejos la creatividad manda y
todo vale. Es decir … ¡casi todo!
- Las costumbres variaban según la región, ya que no eran indiferentes las mutaciones que regían en el Alto Perú, el Tucumán, Córdoba, Cuyo, el Litoral, Buenos Aires y Montevideo.
- Por supuesto que tanto en el calendario civil y como en el religioso había otras muchas fiestas, algunas tenían una importancia aún superior a la Navidad, todas contaban con caracteres propios.
- Así eran las Fiestas de Belgrano, San Martín y de sus contemporáneos.
Notas y referencias
[1] No faltará quienes apunten la
existencia de la fiesta del Sol Invicto y similares como antecedentes de la Navidad,
pero esto queda en el terreno de la Antropología, lo que la Humanidad tiene
incorporado más allá de todo credo es que en esta fiesta se recuerda la venida de Cristo, el prometido de Dios
a la primera pareja de humanos.
[2] Fue creado por el rey Carlos
III de España en 1776 y abarcó los estados que hoy son Argentina, Uruguay, Paraguay
y Bolivia. Su capital era la ciudad de Bs. Aires.
[3] Del latín, “Ad galli canto”/ “al cantar el gallo”, o
sea, al comenzar el día, cuando cantaba el gallo. Otros afirman que el apelativo
deviene de la antigua oración "Mox ut gallus cantaverit", que
significa "al cantar el gallo".
[4] Los liturgos remontan este
tipo de celebración al siglo V, durante el papado de Sixto III.
[5] La casulla es una vestimenta
decorada con motivos religiosos, sin mangas, con una abertura central para
pasar la cabeza por ella, cuyo color varía según los tiempos litúrgicos.
[6] Al respecto puede verse: https://ec.aciprensa.com/wiki/Comuni%C3%B3n_frecuente
[7] Sector de un templo donde se
emplaza el altar mayor, sobre el que se disponen los presbíteros (sacerdotes) y
sus acólitos.
[8] También denominados “belenes”
o “nacimientos”.
[9] Puede verse: https://banderasargentinas.blogspot.com/2017/12/el-nino-dios-se-coloca-en-el-pesebre-o.html
[10] Libro del profeta Isaías,
capítulo 7, versículo 14.
[11] Los terciarios son miembros
laicos de las órdenes eligiosas, que procuran cumplir las reglas de su espiritualidad
durante su vida cotidiana, fuera de los conventos.
[12] La normativa disponía que
todo varón desde los 15 hasta los 60 años debía formar parte de las milicias
que se convocaban en caso de grave peligro. Por ende, contaban con uniformes
y debían cultivar las habilidades castrenses durante periódicos entrenamientos.
[13] La formación del Primer
Gobierno Patrio, el 25 de mayo de 1810, implicó un importante cambio en la
perspectiva de la sociedad con una mayor secularización, producto de
las ideas libertarias que encontraron terreno más propicio y que se trasuntó en
la participación popular en los eventos públicos.
[14] Las "soldaderas" eran mujeres
que seguían a las tropas a guisa de lavanderas, costureras, cocineras y
enfermeras, algunas de ellas como esposas o parejas de afortunados soldados. Por extensión, se aplicaba el término a las que oficiaban de
prostitutas, prestamistas, curanderas, matarifes y otros oficios. También las
había que revistaban informalmente en la tropa y que empuñaban las armas si
llegaba la ocasión.
[15] El "santo y seña" es una forma
convenida de reconocer al “amigo” ante un extraño en la noche el centinela voceaba
el “santo” y en interpelado debía responder fielmente la “seña” a riesgo de ser
fusilado en caso de error. Como ejemplo navideño el “santo" bien pudo ser “En Belén de Judea” y la "seña", “Nació el Salvador”.
[16] Tradicional postre formado con yema de huevo y mucha azúcar.
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