viernes, 29 de diciembre de 2023

Navidad y Fin de Año en tiempos de próceres

¿Cómo festejaron Belgrano, San Martín y sus contemporáneos?

Por Miguel Carrillo Bascary

        El título refleja una pregunta que a todos quienes gustamos de la Historia nos inquietó en algún momento de nuestras vidas. No conozco un trabajo que trate sobre el tema específico, de haberlo mucho agradeceré que se me informe. Existen sí eruditos estudios sobre las fiestas populares, que nos desmenuzan sus rituales y nos explican sus motivaciones como articulaciones del poder, exponen las confrontaciones ideológicas y definen otras perspectivas. No pretenderé emularlos, en estas breves líneas solo intento responder de qué manera festejaron aquellos a los que la Historia argentina llama sus próceres. Lo haré desde las muchas lecturas y tradiciones que cargo en mis alforjas. Así, hermanados en la dimensión de los tiempos que vivimos será un gusto compartirles mi visión personal.

Comenzando

Desde la noche de los tiempos las fiestas con que un pueblo se expresa colectivamente determinan pautas culturales de tendencia constante, aunque experimenten cambios más o menos sutiles o dramáticamente novedosos. Al recorrer la Historia aparecen algunas festividades mientras otras se extinguen. Sin dudas que la más antigua es la que llamamos “Año Nuevo”, que en los anales de las civilizaciones comparadas ha merecido diversas denominaciones. La otra celebración universal es la Navidad que señala el humildísimo nacimiento del Niño Jesús, el hijo de Dios y de María, cuyo nombre divide la Historia en “antes y después de Cristo[1]”. 

Quienes hoy vivimos guardamos en la memoria un conjunto de vivencias sobre la forma en que otrora festejamos la Navidad y el “Fin de Año” (“Nochevieja”, le dicen algunos) pero nos cuesta mucho proyectarnos más allá de nuestra propia existencia. Solo a manera de hilachas nos quedan recuerdos sobre lo que nos contaron nuestros mayores.

Muchos piensan que siempre se festejaron igual, o poco menos. Algunos intuyen que no debió ser así, pero en todos se nos despierta la curiosidad por conocer cómo eran las Fiestas en otros tiempos.

En las lejanas regiones del Plata

A la cabeza del conjunto humano que identificamos como “próceres”, encontramos a Belgrano y a San Martín, paradigmas del patriotismo que dio lugar a que Argentina surgiera libre y soberana como una más de entre las naciones del mundo. Intentaremos remontarnos a ellos ubicándonos en sus infancias o juventud, fines del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX. Nuestro análisis se circunscribirá a la vasta región que por entonces se conocía como el Río de la Plata[2].

La principal diferencia con las Fiestas de nuestro tiempo radica en la ausencia del consumismo que hoy nos agobia. Por entonces tenían una gran dimensión social, particularmente la Navidad. De hecho, que el “Año Nuevo” era un día laborable, como cualquier otro para la mayoría del pueblo, excepto para quienes se desvelaban por la política local ya que ese día se elegían a los cabildantes. Consecuentemente se investía a las autoridades locales con sus correspondientes varas y bandas. Asimismo, se dispensaban los cargos militares a los milicianos y se les imponían los signos de mando. En la oportunidad se renovaban los juramentos de fidelidad al Rey o al Estado, según fueron pasando los años y, después de haberse declarado la Independencia, se actualizaba el compromiso de servir “fiel y legalmente” a los vecinos que elegían a sus representantes. Los católicos celebraban la eucaristía recordando la presentación de Jesús al templo y su circuncisión, que en fecha reciente fue sustituida por la solemnidad de “María, madre de Dios”.

Ayunos, pesebres y la “misa de gallo”

En tiempo de los próceres la verdadera fiesta de fin de año, la más esperada, era la Navidad, centrada en el 25 de diciembre, que desde el siglo III fijó la Iglesia Católica como el día en que nació Nuestro Señor Jesucristo. La feligresía vivía el período con particulares muestras de piedad y lo que hoy podríamos llamar “espíritu navideño”.

Tan magna ocasión demandaba (y aún lo sigue haciendo) una preparación que comenzaba el primer domingo de Adviento, un tiempo de cuatro semanas dedicado al recogimiento y a la serena esperanza, en que los cristianos preparan cuerpos y almas para recibir al Salvador.

Era tradicional que previo al gran día se higienizaban las calles y aún los “huecos” (baldíos) cercanos, en los trayectos principales se decoraban balcones, ventanas y fachadas con luminarias de grasa de potro y colgaduras, también con elementos vegetales con los que se formaban arcos. Todo contribuía a preparar el ambiente en la consideración general.

En contra de lo que hoy ocurre, donde el frenesí parece apoderarse de compradores compulsivos, el día 24 se dedicaba al descanso, dentro de lo posible. También debía cumplirse con el ayuno litúrgico por lo que se consumía una sola comida fuerte (al mediodía) y dos escasas colaciones, con exclusión de toda carne, excepto del pescado. Asimismo, era propicio para que los confesionarios de las iglesias recibieran a los penitentes más piadosos, que deseaban arreglar sus cuentas con Dios para disponer el alma para la liturgia nocturna. Los trabajadores, aún aquellos de minas, obrajes y sembradíos estaban exceptuados del trabajo, mientras que a la soldadesca se le comisionaba ejecutar “orden interno” para presentar debidamente los cuarteles, posiciones y cabalgaduras, si se disponían. No ocurría así en las casas, donde el personal de servicio tenía que esmerarse para tener todo listo para las facetas manducatorias de la Fiesta. En las cocinas la efervescencia mandaba, pese al calor de la época incentivado por los fuegos y las ansias de la patrona, a quien todo le parecía poco. 

Cocina de la familia Ávila (Tucumán). Pese al siglo transcurrido poco había variado en un siglo. Foto datada en 1916 (AGN)

Como celebración cristiana el centro de la Navidad radicaba en las iglesias y capillas, cuyo interior mostraba la mejor imagen posible. Se los dotaba de intensa iluminación colocando cuanto candelabro hubiera en existencia. También se incluían decorados efímeros con profusión de flores, particularmente rosas y jazmines de estación, así como hierbas aromáticas.

La principal actividad religiosa, la que justificaba la festividad, era una peculiar forma de la Liturgia de la Eucaristía, la “misa de gallo[3]” o “de medianoche”, que desde principios del siglo XVI se usaba en España y América[4]. Comenzaba al rayar el día 25 de diciembre, un horario inusual que se justificaba con lo excepcional de la solemnidad.

Al aproximarse la medianoche se hacían oír las campanas convocando a los fieles. Dicho sea de paso, su periódico tañido ordenaba la vida en aquellos lejanos tiempos donde los relojes eran privilegio de pocos. Las campanas coincidían como un coro místico de bronces al momento en que se colocaba o descubría el Niño Dios en la misa que se desarrollaba en la catedral o iglesia principal, donde sus propias campanas daban la orden que se replicaba en todos los templos del poblado y aún en los vecinos, recordando los coros angélicos que los Evangelio. También se asociaban las campanas del cabildo, cuando las había, y hasta aquellas de los barcos amarrados frente a Buenos Aires o en el puerto de Montevideo, salvo que todos sus tripulantes hubieran desembarcado para asociarse a los festejos, lo que ocurría en aquellos de menor porte.

La liturgia se celebraba en riguroso latín eclesiástico. Por supuesto que ni el pueblo llano ni la mayoría de los feligreses lo comprendía, pero casi todos sabían responder las mociones del sacerdote. El ministro celebraba mirando hacia el retablo del altar mayor, como un integrante más. Lo hacía revestido con casulla[5] blanca, eventualmente dorada, si se disponía. La comunión, que no era tan frecuente como en la actualidad[6], no se dispensaba a los fieles formando una fila como sino que éstos se arrodillaban ante los comulgatorios (barandillas) que separaban el presbiterio[7] del resto del templo. Se procuraba que la riqueza del sacramento fuera la más cuidada posible, lo que incluía el uso del incienso, cánticos y otras solemnidades.

 Consagración, ritual antiguo de una misa solemne

La misa se desarrollaba con gran sentido de comunidad, de paz y de amor, ínsitos en el nacimiento ocurrido en Belén. La prédica acentuaba estos valores, lo que conllevaba la emoción pertinente.

Por supuesto que la concurrencia era multitudinaria, cabe acotar que entonces no había bancos en los templos por lo que aquellas personas lo necesitaban debían llevar su propia silla o al menos un reclinatorio para asegurarse un mínimo de comodidad, este trabajo quedaba a cargo de esclavos y sirvientes, lógicamente. También era usual que portaran un almohadón o pequeña alfombra para uso de sus patronas. Los dignatarios contaban con reclinatorios que se colocaban al frente y se dispensaban guardando las jerarquías en forma rigurosa.

En el tiempo de los próceres ya era habitual incluir un pesebre[8] en la ambientación navideña, una costumbre divulgada ampliamente desde el siglo XIII por San Francisco y la orden que fundara[9], la que se difundió a partir del reinado de Carlos III, quien había sido monarca de Nápoles donde la tradición estaba muy arraigada. Estos pesebres solían complementarse con figuras elaboradas en la propia casa o por artesanos locales. Poco a poco los de factura vernácula se fueron generalizando en lo que podríamos llamar la clase media de la época. Aquellos traídos de Europa o del Perú se consideraban preciados legados familiares que pasaban de generación en generación, una costumbre que persiste en la actualidad, al menos en aquellos hogares más tradicionales.

Antiguo pesebre estilo napolitano, con profusión de figuras, como se usaban

Los pesebres se armaban por tradición unas semanas antes de la fiesta, sin que se exhibiera al Niño, ya que se reservaba hasta el día 25. Desde entonces una ocupación habitual de las familias era de recorrer desde el atardecer las casas de familiares y amigos para poder apreciarlos. Los pequeños iban vestidos de blanco y portaban velas encendidas, como símbolo de pureza y de esperanza.

Durante la misa el Niño permanecía cubierto por una pieza de tela blanca o bien, se lo colocaba en cercanías del altar. Cuando terminaba el oficio se procedía a la “adoración del Niño Dios” una práctica que difundió muy ampliamente la recientemente santificada “Mama Antula” (María Antonia de Paz y Figueroa), laica consagrada que fundó una casa de ejercicios espirituales en Bs. Aires que aún se conserva. Así, por riguroso orden de jerarquías sociales los fieles se encolumnaban ante la Divina Imagen para besarla ante la presencia del sacerdote que los bendecía. Con toda familiaridad los niños llamaban a la imagen “el Manuelito”, aludiendo al “Emmanuel”, como se menciona a Jesús en las Sagradas Escrituras[10]. Terminado el pasaje se colocaba el Niño en el pesebre donde permanecería hasta la consumición del período navideño, el primer domingo posterior a la solemnidad de la Epifanía (Reyes).

El Papa Francisco ante el Niño Dios, repite el antiguo gesto

Como todo evento y popular nadie está excluido, se participaba en ellas sin distinción de clases sociales, si bien ciertas manifestaciones podían limitarse a grupos determinados que evidenciaban en ellas sus respectivas improntas culturales. Aún los llamados “indios”, que habitualmente se desenvolvían en las vastas extensiones fuera de las poblaciones, se acercaban para comerciar.

En la Navidad el clero secular, las órdenes y congregaciones religiosas tenían un especial protagonismo, sus consagrados lo cumplían en conjunto con aquellos que de una u otra manera les estaban vinculados, como los terciarios[11], arrendatarios y aún los esclavos, mientras esta institución se mantuvo. De igual manera se evidenciaban los gremios, los sectores que participaban en las actividades productivas y otros colectivos, como diríamos hoy.

En toda fiesta urbana la responsabilidad organizativa correspondía en primer lugar y como pauta de orden a los cabildos, quienes corrían con los gastos de mayor importancia, particularmente los que implicaban las funciones principales. Los avecinados de mayor alcurnia (si los había en el poblado) y los que tenían alguna función social también contribuían en su medida.

Llegado el día festivo las improntas visuales se complementaban con la música, coral e instrumental, a cargo de cofradías, pequeñas orquestas y las espontáneas participaciones de hábiles (o no tan hábiles) ejecutantes. En los templos que contaban con órganos estos cumplían solemnizando con sus profundos sones. En los salones de mayor predicamento se escuchaban violines, violonchelos, clavicordios, arpas y algún piano, mientras que en las pulperías reinaban los violines criollos y las guitarras, que tampoco quedaban excluidas de las casas distinguidas.  En el caso que hubiera algún importante destacamento miliar asentado en la ciudad o en sus inmediaciones, se sumaban sus “músicas”, como se les decía a las bandas de guerra que ejecutaban composiciones marciales, pero también del repertorio popular. A todo esto, se agregaba el ruido de petardos, fuegos de artificio, pitos y matracas que prolongaban el jolgorio indiscriminadamente por todo el ejido.

¿Y los villancicos? Los había para todos los gustos, eran entonados por los coros religiosos y de niños, que se preparaban con todo esmero todo el año, pero las canciones populares no se cantaban durante las misas como ahora, sino que a posteriori. En este rubro los niños concitaban toda la atención, émulos de los cánticos que elevaron los pastores embargados por la alegría al ver al Niño entre pasturas.

Mostrarse ante el prójimo

Como todo evento de similares características la misa de gallo y los eventos que la seguían era la oportunidad de “mirar y ser visto”. Una dimensión colectiva que se trasuntaba en las vestimentas de diversas maneras. La civilidad apelaba a sus mejores ropas, donde no faltaría que las coquetas estrenasen prendas ingresadas por contrabando, también las elaboradas por hábiles manos utilizando algún corte textil de similar origen o puntillas traídas desde aquellas regiones donde sus paisanas eran hábiles con la aguja o los telares. Por supuesto que para el templo las señoras, señoritas y viudas gastaban mantillas, algunas eran un dechado de delicadez y de habilidad. No debieron faltar tampoco los abanicos, teniendo en cuenta las altas temperaturas de la época y la aglomeración de feligreses en la nave de los templos. Pañuelos mojados con agua de rosas o de azahar ayudaban al respecto.

En los atrios de iglesias y capillas se apersonaban los mendigos y tullidos, confiando en la caridad de las gentes. También los veteranos de guerra, dejando ver sus mutilaciones y, en algunos casos, ostentando alguna prenda de sus raídos uniformes. ¿Sus medallas? Habría algún caso excepcional pero en la época solían canjearlas por algo de metálico, comida o alguna botella de mal alcohol, tristemente.

En cuanto a los militares, la superioridad ordenaba el “adecentamiento” higiénico, de personas, armamentos y uniformes, ya que también participaban como cuerpos en las actividades generales. La oficialidad vestía sus uniformes de gala, en cuyo acicalamiento competían los respectivos asistentes. Cabe acotar que en las grandes ocasiones como la Navidad los varones solían ostentar su uniforme de milicianos[12], aun cuando en la vida diaria desempeñaran todo tipo de funciones.

El pueblo llano se esmeraba en el aseo y composición de sus vestuarios, aunque más no fuera en el cepillado de sus sombreros o el lucimiento de cintas en el cabello o vestidos de las damas. Cuando aún mandaba el Rey no fue extraño lucir divisas que lo representaran, particularmente su rostro estampado en una cinta encarnada. A partir del año 1812 hicieron su aparición variedad de escarapelas con los colores nacionales y otras divisas de sector.

Para los cófrades de las hermandades religiosas, tanto ellos como ellas, era cuestión de honor llevar los lazos, escapularios y medallas que así lo acreditaban, particularmente en ocasión de las misas y funciones religiosas. Este tipo de identificación, cuyos emblemas eran bien conocidos por todos, entrañaba la importancia de “pertenecer”, tan valorada en las sociedades fuertemente estratificadas.

Por supuesto que el ámbito central de los festejos comunitario era la plaza mayor de la comunidad, en la que habitualmente se asentaba la iglesia principal. Este lugar era familiar a las tropas de la Patria ya que en ellas se hacían presentes para incentivar el compromiso de la población con las ideas de la libertad. También ahí se reunían las milicias cívicas respondiendo al llamado de las campanas para organizar la defensa en caso de algún ataque realista o para practicar los llamados “ejercicios doctrinales” que implicaban evoluciones militares, el manejo de armas y la instrucción respectiva. En ciudades como Buenos Aires, Córdoba, Montevideo y Charcas, las plazas periféricas replicaban ornamentaciones y divertimentos.

Apunto que se detectan divergencias en las fuentes consultadas, algunas refieren que el festejo culinario tenía lugar al regreso de la misa del gallo y que se prolongaba hasta altas horas de la madrugada, al parecer esta secuencia sería posterior al “Pronunciamiento de Mayo[13]”. Otras, más antiguas, refieren que la cena trascurría en la intimidad familiar y que el grueso de las actividades ocurría durante el 25, luego de volver a concurrir a la misa matutina. El almuerzo era un compromiso social, por cuanto concurrían amigos invitados, con lo que se aplicaba la tarde y la noche para las actividades organizadas por las autoridades, vecinos acaudalados y corporaciones.

Según fueran los recursos pertinentes los cabildos solían disponer en sus inmediaciones bullangueros “refrigerios” para el populacho donde lo principal no eran los comestibles sino la bebida, lo que con bastante frecuencia derivaba a desórdenes influenciados por entusiastas cultores del beberaje. Precisamente, para evitar los excesos, los cuerpos armados eran retirados a sus cuarteles, donde la jarana continuaba pero bajo control (al menos así se esperaba). En realidad la noche era joven y se extendía en partidas de naipes, guitarreadas, payadas y bailes a los que se sumaban eventualmente (o no tanto), las soldaderas[14] y las féminas familiares de los sufridos soldados. Todo esto lo modalizaban el rigor del oficial responsable del mando y los peligros de la guerra.

Justamente para tratar de prevenir todo ataque enemigo se reforzaba convenientemente la guardia y se daba el santo y seña[15] correspondiente, para evitar cualquier accidente en que alguno “disparado” fuera baleado al intentar regresar a su carpa en horas de la madrugada, tras celebrar en el poblado.

En las ciudades sigo XXI se nos hace realmente difícil percibir esta múltiple dimensión de la Navidad de los próceres en que amalgamaban un mundo de sonidos, comidas, manifestaciones sociales conjuntas y sentimientos religiosos. Pero sigamos, que todavía hay más manifestaciones que pueden resultarnos extrañas.

La práctica del “aguinaldo”

Ya avanzada la mañana del 25 de diciembre las calles se poblaban, sorprendiendo a quienes dormían la mona en algún vano de puerta, en un rincón y aún tirados en plena calle hasta que el efecto al alcohol se disipaba, el calor del Sol los despertaba o el beodo era encontrado por su mujer o sus hijos, que lo recogían con amorosa resignación.

¿Quiénes eran esos transeúntes? Los había de varios tipos, por supuesto que familiares que por diversas circunstancias no habían podido sumarse a las a actividades nocturnas, pero también aparecían bandas de niños del pueblo que recorrían las calles tocando sus panderetas y pitos, apersonándose ante las casas pera peticionar dulces u otro tipo de alimentos. Era una suerte de Halloween hispano/criollo.

Pero también había otros caminantes y hasta jinetes en aquella sociedad donde hasta los mendigos montaban, eran quienes concurrían a las casas de patrones y clientes a peticionar su “aguinaldo”. Sí ¡aguinaldo! Constituía una suerte de regalo o reconocimiento por los servicios prestados durante el año que fenecía, por supuesto que la dadiva era voluntaria y variada, pero hacía al prestigio del donante por lo que a veces se manifestaba muy concretamente en la entrega de alguna bebida embotellada, alimentos o en metálico. Quienes aspiraban a esta gratitud era un conjunto variopinto: los serenos, quinteros, proveedores del hogar (aguatero, panadero, carbonero, lechero, vendedores de empanadas, hortalizas o velas). Los comerciantes solían mandar a sus dependientes en su representación acompañado por alguna ofrenda como retribución. También solía haber aguinaldo para el personal de servicio que por razones de edad ya habían dejado la casa y habitaba junto a sus familias en los suburbios. Generalmente esta troupe era atendida por el mayordomo, el ama de llaves y, eventualmente, por las “niñas de la casa” o la esposa del afincado, muy excepcional era que el propio dueño recibiera a algún solicitante y nunca lo hacía en la puerta, sino en un sitio interior, remarcando insensiblemente la autoridad que detentaba. Esto sería antecedente de las “canastas navideñas” que se usan en la actualidad.

Otra actividad propia de la Navidad consistía en recorrer las casas de amigos y parientes con la excusa de saludar, apreciar los respectivos pesebres y, de paso, degustar algún licorcillo, entremeses o bocaditos. Quienes podían contar con belenes tenían la delicadeza de disponerlos de tal forma que pudieran ser vistos desde las ventanas exteriores de la casa, una muestra de generosidad y de lucimiento personal favorecida por las grandes superficies de las aberturas. Recordemos de paso que por estos lares no se conocieron los arbolitos sino hasta 1828, hoy son tan típicos que en muchos hogares han sustituido a los pesebres.

De comeres y beberes

Navidad en familia, fines del siglo XVIII 

La Navidad tenía una expresión culinaria superlativa que todavía subsiste. Todo era bienvenido en la mesa de los próceres y hasta de los más humildes paisanos, máxime que durante el tiempo de Adviento se venían guardando las ganas con los ayunos prescriptos.

Los viajeros extranjeros que llegaron al Río de la Plata durante los siglos XVIII y XIX coinciden en la abundancia y variedad de las comidas, particularmente las carnes. Precisamente éstas eran las estrellas de la Navidad, todo bicho que camina iba al asador: vacunos, pollos (término que además incluía gallinas y algún gallito castrado), pichones, gansos, palomas, patos, conejos, corderos y cerdos. Eventualmente piezas de caza, como venado, vizcacha, liebres o mulitas. En el Norte se sumaban las carnes de llama y de alpaca, al natural o charqueadas. Las poblaciones fluviales incluían los pescados más sabrosos.

Sin dudas que lo más apetecido era el pavo que se popularizó en España en el siglo XVIII, aunque su localía americana lo había consagrado mucho antes en las regiones del Plata. Estos manjares se servían con papas, maíz, pimientos, zapallos, cebollas, puerros, verduras, zanahorias, chauchas, arvejas, remolachas y demás, todo bien aderezado con salsas varias, salmuera y mostaza. También se denota la presencia de embutidos (“matanza”, para los castizos) de los más diversos orígenes. Pucheros, sopas, guisos, las infaltables empanadas, tortillas y pasteles completaban los menús.

En cuanto a las frutas se servían preparadas de cien formas o al natural, particularmente duraznos (muy abundantes entonces), cítricos y manzanas, pero también las renombradas “peras de Navidad” y ciruelas (rubias o negras). Por si fuera poco, variedad de frutos secos (almendras, pistacho, nueces), buñuelos y turrones, una costumbre traída desde la Península. Y no olvidemos los postres, en lo que se aplicaban secretas recetas que incluían la miel, el clavo de olor y la canela; entre ellos se distinguía “su majestad”, la ambrosía[16]. Para matizar, variedad de tés, café, mate (por supuesto), chocolate, vinos, sidras, oportos, aguardientes y licores. Sin olvidar a los bollos y al pan, aunque este era de regular calidad, mayormente cocía en el horno de barro ubicado en el tercer patio de la casa. Digamos también que era de rigor intercambiar platos y exquisiteces con las familias amigas y cumplimentar con ellos a los cabildantes conocidos, sin olvidar al cura párroco y al confesor habitual.

No he podido encontrar ninguna referencia a los espumosos, lo que no implica que también fuera escanciado, pero en este caso provendría de Europa. Sobre el hoy infaltable panettone, positivamente no había llegado a las costas del Plata.

Con este panorama, no es de extrañar que las tisanas digestivas y las sales de fruta, también fueran de rigor en la fiesta navideña. Tampoco era extraña la práctica ancestral de “tirar el cuerito”. 

Navidad en los cuarteles

En aquellos años, cuando nuestros próceres literalmente vivían en guerra, la Navidad no escapaban de esta dura realidad.

Si las unidades militares estaban en campaña, alejadas de las poblaciones o cuando existía peligro de romper la disciplina, la celebración de la Navidad era obviamente muy castrense. En la víspera, el capellán se aplicaba a escuchar confesiones de soldados y oficiales que deseaban “hacer las paces con Dios” previo al día del nacimiento de su Hijo. Por la noche la celebración se centraba también en la misa de gallo que celebraba el consagrado en el altar portátil que tenía a disposición y que se llevaba junto a la “impedimenta” del cuerpo. Las tropas formaban en batalla en derredor y a su frente se ubicaba el general, acompañado de su estado mayor. Finalizado el servicio se compartía “por compañías” la cena que fuera posible según el avituallamiento disponible. Generalmente, consistía en el sempiterno asado de yegua (en las pampas), ocasionalmente de vaca o algún otro cuadrúpedo que hubiera a mano. Como gesto festivo se autorizaba escanciar un vaso de vino (aguado) a cada efectivo. Como es de pensar el menú era mucho más sustancioso en las tiendas de los oficiales, quienes previamente habían hecho sus provisiones al pasar por algún poblado o en los ranchos de las inmediaciones, con lo que aleatoriamente podían sumar queso, hortalizas y hasta dulces. Sin embargo, lo habitual es que la oficialidad compartiera el mismo menú que la tropa, con algún aditamento de naturaleza espirituosa.

Terminando

- Hemos cumplido así un viaje en el tiempo que nos remontó algo más de doscientos años hacia atrás, cuando aquellos hombres y mujeres, sin distinción de clases sociales festejaban la Navidad a su modo y con sus peculiaridades. Posiblemente pudo consignarse un mayor número de referencias, pero se entiende que lo escrito ofrece una aproximación bastante ajustada, no olvidemos que en materia de festejos la creatividad manda y todo vale. Es decir … ¡casi todo!

- Las costumbres variaban según la región, ya que no eran indiferentes las mutaciones que regían en el Alto Perú, el Tucumán, Córdoba, Cuyo, el Litoral, Buenos Aires y Montevideo.

- Por supuesto que tanto en el calendario civil y como en el religioso había otras muchas fiestas, algunas tenían una importancia aún superior a la Navidad, todas contaban con caracteres propios.

- Así eran las Fiestas de Belgrano, San Martín y de sus contemporáneos.



Notas y referencias

[1] No faltará quienes apunten la existencia de la fiesta del Sol Invicto y similares como antecedentes de la Navidad, pero esto queda en el terreno de la Antropología, lo que la Humanidad tiene incorporado más allá de todo credo es que en esta fiesta se recuerda la venida de Cristo, el prometido de Dios a la primera pareja de humanos.

[2] Fue creado por el rey Carlos III de España en 1776 y abarcó los estados que hoy son Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia. Su capital era la ciudad de Bs. Aires.

[3] Del latín, “Ad galli canto”/ “al cantar el gallo”, o sea, al comenzar el día, cuando cantaba el gallo. Otros afirman que el apelativo deviene de la antigua oración "Mox ut gallus cantaverit", que significa "al cantar el gallo".

[4] Los liturgos remontan este tipo de celebración al siglo V, durante el papado de Sixto III.

[5] La casulla es una vestimenta decorada con motivos religiosos, sin mangas, con una abertura central para pasar la cabeza por ella, cuyo color varía según los tiempos litúrgicos.

[7] Sector de un templo donde se emplaza el altar mayor, sobre el que se disponen los presbíteros (sacerdotes) y sus acólitos.

[8] También denominados “belenes” o “nacimientos”.

[10] Libro del profeta Isaías, capítulo 7, versículo 14.

[11] Los terciarios son miembros laicos de las órdenes eligiosas, que procuran cumplir las reglas de su espiritualidad durante su vida cotidiana, fuera de los conventos.

[12] La normativa disponía que todo varón desde los 15 hasta los 60 años debía formar parte de las milicias que se convocaban en caso de grave peligro. Por ende, contaban con uniformes y debían cultivar las habilidades castrenses durante periódicos entrenamientos.

[13] La formación del Primer Gobierno Patrio, el 25 de mayo de 1810, implicó un importante cambio en la perspectiva de la sociedad con una mayor secularización, producto de las ideas libertarias que encontraron terreno más propicio y que se trasuntó en la participación popular en los eventos públicos.

[14] Las "soldaderas" eran mujeres que seguían a las tropas a guisa de lavanderas, costureras, cocineras y enfermeras, algunas de ellas como esposas o parejas de afortunados soldados. Por extensión, se aplicaba el término a las que oficiaban de prostitutas, prestamistas, curanderas, matarifes y otros oficios. También las había que revistaban informalmente en la tropa y que empuñaban las armas si llegaba la ocasión.

[15] El "santo y seña" es una forma convenida de reconocer al “amigo” ante un extraño en la noche el centinela voceaba el “santo” y en interpelado debía responder fielmente la “seña” a riesgo de ser fusilado en caso de error. Como ejemplo navideño el “santo" bien pudo ser “En Belén de Judea” y la "seña", “Nació el Salvador”.

[16] Tradicional postre formado con yema de huevo y mucha azúcar.

martes, 26 de diciembre de 2023

De ponchos e identidades. Nota 1

Ponchos provinciales

Por Miguel Carrillo Bascary

Esta es la primera de una serie de notas referidas a los ponchos, vestimenta tradicional del gaucho y del hombre de campo argentino

Como prenda de uso inmemorial el diseño de un poncho[1] puede ser símbolo de identidad de una región en particular[2]. Su composición visual y materialidad resultan de factores disímiles, como la lana disponible[3], los pigmentos locales, el uso que se le da cotidianamente, los diseños ancestrales, la técnica para su tejido, el gusto generalizado en una región, el clima predominante o, simplemente, la creatividad de sus creadores.

Por sobre la policromía de sus colores, la infinita variedad de combinaciones, de guardas, bordados y ornamentos, algunas provincias argentinas definieron cuál debía ser considerado el poncho que las representara. Este es un fenómeno aún está en pleno proceso, no todas siguieron este camino, por lo que en ellas rige la pluralidad.

Fue recién en 1997, cuando la provincia de Salta creó su bandera al aprobar la Ley Nº6.9 46[4] y con ello consagró como emblem de identidad al poncho en que se basa la misma, un diseño que desde muchos años antes venían utilizando sus hijos A él le dedicaré la segunda nota de esta serie.

Poncho salteño

Cuando el poncho salteño se popularizó otras provincias comenzaron a reivindicar su propia esencia adoptando oficialmente modelos, colores y diseños como reflejo de sus tradiciones y realidades. Pese a lo dicho existen muchos claros en la información disponible y hasta contradicciones significativas, aún en fuentes oficiales.

Todas lo hicieron por ley, como medio de dar solidez a sus decisiones, además implicó la participación de sus legislaturas, cuya composición plural legitimó el resultado de la definición. El proceso demandó amplias investigaciones históricas, que abrevaron fundamentalmente en las fuentes de la tradición oral.

En ningún caso fue sencillo, ya que los intereses locales bregaron por imponer sus percepciones, también debieron considerarse cuestiones vinculadas con los necesarios insumos artesanales e industriales.

Salvo los casos de Salta y de Jujuy, cuyas composiciones tienen características ancestrales, la determinación de un diseño “oficial” de poncho constituye una creación reciente, en la que arbitrariamente se opta por colores y diseños que, si bien tiene raíces tradicionales, son construcciones modernas consagradas por actos de gobierno.

El primer poncho oficialmente reconocido por una norma provincial fue el tucumano, en 1975 (Resolución de la Secretaría de Difusión y Turismo Nº2988/1). En el 2004, se fijaron definitivamente sus características por medio de la Ley Nº7.400[5].

Poncho tucumano

Para esta nota se pudieron documentar leyes de igual objeto en las provincias de:

  • San Juan (2009, Ley Nº8.068[6]):

Poncho sanjuanino

  • La Rioja (2010, Ley Nº8.742[7]):

Poncho riojano

  • Santiago del Estero (2011, Ley Nº7.050[8]):

Ponchos santiagueños

  • Jujuy[9] (2018, Ley Nº 6.100[10]):

Poncho jujeño

  • Río Negro (2022, Ley A Nº5.602[11]):

Poncho rionegrino

  • Santa Fe (2022, Ley Nº14.158[12]):

Poncho santafesino

Por su parte, en el año 2005 Santa Cruz aprobó su Ley Nº2.799[13] que convocó a un concurso para definir su poncho característico, iniciativa que aparentemente no prosperó[14].

Algo similar ocurrió en el 2018, cuando San Luis dio media sanción a un proyecto de ley en su Cámara de Diputados, pero no obtuvo sanción en el Senado[15].

Respecto de Tierra del Fuego, se detectan varias iniciativas desde 1984 hasta el presente pero, si bien se conocen distintos diseños como “ponchos fueguinos”, no he podido localizar qué norma lo define formalmente[16]. Por referencias[17], un poncho calificado como “fueguino” fue declarado “de interés municipal” por las municipalidades de Ushuaia y Río Grande y “de interés provincial”, por la Legislatura de la Provincia, mediante Resolución N°243/ 1993, en la sesión del 14 de diciembre de ese año.

Las búsquedas en las bases de datos de las siguientes provincias no aportaron resultado alguno: Buenos Aires[18], Corrientes[19], Chaco[20], Chubut[21], Córdoba[22], Entre Ríos[23], Formosa[24], La Pampa[25], Misiones[26] y Neuquén[27].

Igual ocurrió con la provincia de Catamarca[28], pese a que la tejeduría de ponchos es su producción característica, hasta el punto que ha sido declarada “capital nacional del poncho” (Ley Nº27.757[29]) además, es sede de su existosísima fiesta nacional e internacional (Ley Nº27.332[30]).

Otro tanto es el caso de Mendoza[31], aunque es tradición que podría ser idéntico al de origen mapuche usado por el general José de San Martín y que reproduce el artista Fidel Roig Matons en una de sus obras.

Si eventualmente faltara en la nómina alguna provincia o norma referida a la oficialización de un poncho característico agradeceré toda información[32].

Advierto que en Internet existen desde hace algunos años[33] dos hermosas láminas que dicen ilustrar a los ponchos provinciales, pero sus fuentes no son exactas, ya que se observan numerosas fantasías y, en algunos casos, se anticiparon a las definiciones establecidas por ley con fechas muy posteriores, por lo que no cabe dejarse llevar por estas publicaciones.

                                  2011                                                                     2013

 Notas y referencias:

[1] Para conocer más sobre el poncho argentino puede recurrirse a Historia del poncho, un sello nacional. Sin autor. 2019:  https://www.cultura.gob.ar/historia-del-poncho-un-sello-nacional_5338/

[2] Consta en la obra de Núñez, Jorge Virgilio, “Tradición del Pueblo de la Viña, el poncho salteño”. Salta. 2006, p. 54, citando a Mariano Sola, tomado de revista “Salta Nuestra” Nº25), que en épocas de la Independencia ya existía la tradición de identificar el origen de las personas conforme a los colores de sus ponchos. Accesible desde: https://docplayer.es/4391405-Tradicion-del-pueblo-de-la-vina-el-poncho-salteno.html

[3] Se utilizan lana de vicuña (la más apreciada), alpaca, llama, guanaco, chinchilla y oveja, también algodón, lino, seda e hilados industriales. Hasta hubo un tiempo que en el Noreste los pueblos wichi y qom emplearon la fibra de bromelia. También se eran de cuero, particularmente en las zonas montuosas (Ref.: https://carlosraulrisso-escritor.blogspot.com/2016/07/poncho-de-cuero.html) Conste además, que muchas veces se apela a mixturas, con excelentes resultados. Y los hubo también los que incorporaban hilos de oro y de plata.

[9] Cabe referenciar que la Municipalidad de San Salvador de Jujuy, capital de la provincia, había consagrado similar composición como su poncho distintivo, ocurrió mediante la Ordenanza Nº5.929/ 2010 (reproducida en “El poncho jujeño”, de Misael Soria Linares. Ediciones Culturales-Municipalidad de Jujuy. Jujuy. 2013.

[14] Su base de datos no arroja resultados: https://boletinoficial.santacruz.gob.ar/

[16] Su base de datos no arroja resultados: https://www.legistdf.gob.ar/index.php/infoley/